miércoles, 28 de enero de 2015

La simetría en el canto



La simetría en el canto. Toda música es proporción. Lo descubrió Pitágoras. Si esa proporción, elevada a simetría, la extendemos a los grupos corales, obtenemos el quinteto que muestra la fotografía. Sus alturas en escala reflejan una proporción que nadie duda imprimirán a sus melopeas. Una tribu musical del pez prolífico. Los grupos de hombres cantando, salvando los componentes de ciertos coros de ópera u otra obra clásica, son lastimosos. Lastimosos para el oyente. El orfeón es canto para borrachines fiesteros, para adictos a tabernas y concursos de habaneras. El ochote, un orfeón de barrio, música de vecinos reunidos en comunidad; muy apropiado para inaugurar ciclos políticos y tomas de posesión junto a árboles centenarios. Una nada unísona sonante que merece nuestro No de pecho. Pero el grado sumo de mal gusto, de música para sordos, es la estudiantina, con su peculiar estilo bufonesco, de botarga y cascabelón. Yo me pregunto seriamente, ¿habrá alguna persona en el mundo a la que le guste la tuna? Un tunante, vamos. Alguien con cerebro bordeando la línea anal. Para mí es la anti-música. Es triste. Cuando me suicide, si acaso llegara a tanto, me pondré “Clavelitos”, para así eliminar cualquier razón para quedarme. La música de tuna es música para holocaustos, propicia para acompañar el último chirrido de las esferas. Sólo debería estar permitida esta música para acompañar los entierros de los tíos ilustres… y sin testar a tu favor.
            La simetría, la escala, la proporción, todo parece indicado para la música. Y si es indicada para el “interior” de la música, su pura esencia, ¿por qué no para el exterior, para los ejecutantes? ¿No lleva todo hombre una proporción áurea en su cuerpo? Pues si a la proporción áurea individual se le añade la simetría o proporción de conjunto, armonía sobre armonía, miel sobre hojuelas, o pentagramas.

Zaragoza, 28 de enero de 2014.

miércoles, 21 de enero de 2015

La penitencia



La penitencia. El sacrificio. La promesa hecha a la virgen. La credulidad de la ameba, del protozoo. Estupidez congénita. ¿Existirá el gen del trascendentalismo, el cromosoma de la hiperdulía, siempre boba? La fe, creo que dijo Ramón Gómez de la Serna, es masticar sin dientes. La autoflagelación, la penitencia, el sufrimiento ofrecido a dios (cualquier dios) es como masturbarse con un estropajo. Todavía me llama la atención y me encabrita, y me asusta, cuando veo a penitentes auto flagelándose. Son masoquistas, sádicos de sí mismos, exhibicionistas hacia los que le observan, aunque el observador sea el dios en el que creen. En esos casos me gustaría ser un duende maligno y transformar las puntas de los látigos o los pinchos del cilicio en cuchillas de afeitar embadurnadas con curare. Y que murieran allí, en plena procesión de capirotes, o en su celda, entre estertores, una agonía lenta para deleite de cofrades o del dios que le observa en su camerino celestial.
            La señora de la foto habrá prometido arrastrase de rodillas hasta el santuario de su devoción, seguramente por un deseo concedido: curar a un hijo de un resfriado, que no se le cortase la mayonesa o que un sobrino suyo aprobara una oposición. O por expiar una culpa: una dejadez, una ausencia, un remordimiento. Ignora, no podía ser de otra manera, que el sacrificio no sirve para expiar la culpa. El sacrificio es la culpa, la única culpa.

Zaragoza, 21 de enero de 2014.

miércoles, 14 de enero de 2015

Los ancianitos amables



Los ancianitos amables. Los viejitos candorosos. Es casi un tópico el que los ancianos sean dulces, tranquilos y cariñosos, así como que los infantes sean inocentes, confiados y amorosos. De estos tópicos se valen las películas de horror donde los ancianitos no son precisamente angelitos arrugados o los niños se convierten en muñecos diabólicos. El contraste funciona. Pero si lo analizamos con mayor profundidad, no es infrecuente encontrar entre los muy mayores a seres avinagrados y rencorosos que se vengan de los más jóvenes o los más ágiles, sean estos sus hijos, vecinos o miembros del mismo asilo. Y de la crueldad de los niños saben bien los enseñantes (y los mayores que tenemos buena memoria de malas memorias). Saben de los niños matones y precoces que humillan y martirizan al débil o al tímido. Es moneda corriente en nuestras escuelas.
            Un ancianito armado, como los de la foto, es alguien contra el que precaverse. Debido al Parkinson, u otros temblores propios de la edad, es fácil que aprieten el gatillo y se les dispare la bala fatal.

Zaragoza, 14.01.15

martes, 6 de enero de 2015

Post mortem nihil



Ya lo dijo Séneca: “Post mortem nihil” (Nada tras la muerte). Pero la imagen del antropólogo mirándose en ese espejo llamado futuro, parece querer decirnos que algún día seremos cal y fosfatos. Morirás. Y si no, me matarán los médicos, los parientes, los políticos. Morirás. Porque no me queda más remedio. Morirás. No me importa, tengo seguro de vida. Morirás. Y ello me hace semejante a las estrellas, que también se apagan. Morirás. Valdrá la pena si con ello dejaré de oír las falsas promesas de sacerdotes y políticos. Morirás. Que sea en un minuto sin escándalo. Morirás. Pero lucharé, patalearé, blasfemaré. Morirás. Pero en mi agonía no habrá chamanes, ni escapularios, ni rezos, ni óleos. Morirás. Pero mis despojos servirán de abono para flores adunticias. Morirás. Pero no habrá báratro, ni Caronte, ni óbolo. Morirás. También lo harán quienes me entierren. Morirás. Pero lejos de la hiperdulía, siempre boba. Morirás. Qué sí, que ya lo sé, no seas pesada. Morirás. Y al que se quede que le den por cofa o bullarengue. Morirás. Pero que se cuide ese eonista con guadaña si no quiere ser diana de mis escupitajos. Morirás. Vale, hierofante tétrico, no te canses. Morirás. Más tendré longanimidad (eso espero). Morirás. Palinodia occidua que no me asusta. Morirás. Como morirá el quiliarca, los gerifaltes, los milites y los jerarcas. Morirás. Pero nadie podrá acusarme de haber sido novio de la muerte. Morirás. ¿Apostamos? Morirás. Vaya murga con la palabrita. Morirás. Ya he muerto, cállate.

Zaragoza, 7 de enero de 2014

jueves, 1 de enero de 2015

La escuela del buen oír



La escuela del buen oír tituló Elías Canetti uno de sus libros de memorias. Que no es lo mismo que la escuela del buen escuchar, más difícil, si bien más necesaria, pero menos conveniente para la literatura. El que oye tiene luego la libertad de contarlo, de relatarlo. El que escucha, como los sacerdotes en la confesión, se ven en la obligación de mantener una especie de secreto sobre lo escuchado. La profesión de escuchar llega a su apogeo en el sacerdocio y en el psicoanálisis. A nadie se le escapa las propiedades curativas del “ser escuchado”. Uno a veces sospecha que a los psicoanalistas les sobran años de carrera, les sobra doctrina y conocimientos clínicos. Bastaría con que estuvieran armados de paciencia y dispusieran de un muestrario de sonrisas cuyo rango fuera desde la compasión hasta la complicidad. El paciente se tumba sobre el diván y comienza a hablar. El analista, mejor con bata blanca, se sienta a su lado con un cuaderno y un lápiz y escucha. De vez en cuando emite una señal de asentimiento, una interjección motivadora o una sonrisa de quien está en el secreto. Pueden injertase erudiciones de engaño o enunciados polívocos: “Se sabe que la relación seno‑boca se orienta ya en función de un plano de rostridad”; “El aplazamiento del pacer produce una especie de plusvalía externalizable”; “Hay que dejar actuar al báculo de luz del albedrío”. Terminada la sesión, unas palabras de ánimo, un reconocimiento de los progresos del paciente, unas anotaciones en su cuaderno que el analizado no ve pero considera importantes, y quedan para la próxima cita. Ido el paciente, el psicoanalista rompe la hoja del cuaderno donde solo había dibujos y garabatos y la tira a la papelera. Como un destruir la malignidad de los vestigios. Si los pacientes son de clase adinerada, tanto el éxito profesional como económico del psicoanalista está garantizado. Son los tiempos. Tiempos de sofistas y especuladores. Especuladores de valores materiales e inmateriales. Plusvalías fabriles y plusvalías anímicas. Cuando yo era joven, para salir de un estado deprimido (se llamaba tristeza) sólo se necesitaba una buena borrachera con los amigos, un buen polvo en un burdel o propinarle una buena hostia a un cura o al encargado de la fábrica. Y las cosas volvían a su sitio, como si tuvieran memoria. Eran otros tiempos.

Zaragoza, 1 de enero de 2015