lunes, 25 de julio de 2016

Por la pereza hacia el éxito

La pereza es vicio que se nos achaca a los españoles. Dejar para mañana lo que el centroeuropeo, paradigma de la diligencia, hubiera realizado anteayer, o quizás antes. ¿Pero es tan desaconsejable la pereza, la indolencia, la pigricia? ¿No dicen que la filosofía nace del ocio? ¿Y qué es el ocio sino una pereza con pedigrí etimológico? La pereza, se nos dice, conduce al fracaso. Pero, ¿qué es el fracaso? Para Umbral fracasado es el que a los cuarenta años viaja en metro. Pero eso sería en sus tiempos, tiempos de pantalones de tergal y camisas terylene. Hoy cualquier estúpido inunda las calles con su utilitario o 4x4, dejando el transporte público para los aristócratas de los desplazamientos, los ecologistas, los antiglobalizadores que pasan de los autos y su bombo mediático. Porque, yo me pregunto: si alguien se propone fracasar y tiene éxito, ¿ha triunfado o fracasado? Eso es lo que nos pasa. Queremos algunos fracasar para al menos tener el consuelo de ese éxito. Éxito pírrico, de acuerdo, pero éxito al fin. Y no olvidemos que la pereza, como el tedio, es inefable. Nadie puede distinguir la pereza de la contención, del hastío productivo, del ocio filosófico. Pereza es cese del ansia y la sed de los oficios, es renunciar a la triste lotería de la libertad que es tener que improvisar. La diligencia es un atavismo. Recuerdo que mi padre, gran perezoso, solía decir que le gustaba madrugar para estar más tiempo sin hacer nada. ¿No vale esa actitud toda una filosofía? Quien no se deja poseer por la pereza no alcanzará a sentir el sabor profundo de la vida, la riqueza de esa madre que crece en el fondo de la vasija. La felicidad se enseñorea, nos dice Gil-Albert, de aquel que vive apremiado entre el trabajo y las diversiones. Y ello le condena a ser criatura dispuesta al salto supremo de la bienaventuranza. Morir cada día en la pereza para resucitar al día siguiente, y sucumbir de nuevo.


Zaragoza, 25 de julio de 2016

lunes, 18 de julio de 2016

A vueltas con la inmortalidad

Qué pocos humanos se conforman con pasar la vida sin dejar rastro, siquiera una pequeña estela que les recuerde cuando ya no estén. La forma tradicional y más sencilla de dejar un recuerdo son los hijos, que a su vez tienen hijos, etc. Pero esta forma de inmortalidad “biológica” dura como máximo dos generaciones. El hombre necesita más. Necesita siglos, milenios. Y eligió las artes, la filosofía, la ciencia. Leonardo Da Vinci vive entre nosotros, Shakespeare y Cervantes son leídos (y recordados) todos los días. Y eso produce envidia, y acicates. Y entonces los humanos tratan de, por sus obras, o gestas, vivir para siempre en parnasiana apoteosis o morir en el intento. Aspiración que contrasta con los que, encarrilados hacia la fama póstuma, tratan de denigrarla, quitarle importancia, no se sabe si para disuadir a posibles competidores o por falsa e hipócrita humildad. Así, Rimbaud decía que la eternidad apenas si era el mar mezclado con el sol, Breton exclamaba: “¡Eternidad, eternidad! ¡Déjenme primero contar hasta diez!”, y Francisco Umbral, ante la pregunta de lo que la eternidad fuera, contestó altivamente que “cal y fosfatos”. Otros autores fueron más allá, como Ramón Gómez de la Serna, que nos dijo: “Ya soy inmortal, ¿y ahora qué?” Pues a descansar, tonto, a pasearte y mirar en Google cuántas entradas tienes al teclear tu nombre. Claro que en tiempos de Ramón no había Internet. (No quiero imaginarme lo que hubiera dado de sí un supra-imaginativo Ramón con una herramienta como Internet). En fin, que quienes han alcanzado los umbrales de la inmortalidad, la fama póstuma, tratan de inculcarnos a los demás el desprecio a la misma. Ya lo supo sabiamente la Iglesias de los SubGenios: “El poder corrompe, pero la esperanza de conseguir la inmortalidad, corrompe todavía más”.


Zaragoza, 18 de julio de 2016