martes, 29 de noviembre de 2016

Qué se necesita para una revolución

La revolución se hace, antes que con cuerpos doctrinales, con consignas y símbolos. La hoz y el martillo y unos cuantos eslóganes realizaron la revolución bolchevique. Ninguno de los que lucharon en las filas comunistas se había leído los libros de Lenin y aún memo ese mamotreto de Marx llamado El capital. Bueno, a lo mejor algunos, como Trosky, pero así le fue. Bastaba para tomar el Palacio de Invierno un efusivo orador, un puño cerrado en alto y una bandera roja. Con la revolución cubana sucedió lo mismo. Ninguno de sus defensores, o muy pocos, habían leído a Martí, al que después proclamaron precursor de su revolución. Y ahora, entre los que defienden la revolución cubana, ¿quién se ha leído los discursos de Fidel o los libros del Che? Pero la foto del Che con boina y la estrellita en su centro han desperdigado la revolución, o sus intentos, por todo el orbe. Y también las barbas de Fidel, recién fallecido, con su sempiterno habano en la boca. Sin embargo hoy, con la paranoia que producen los fumadores, esa imagen es casi un testigo de cargo contra la revolución. Bastaría reunir revolución y tabaco para desprestigiarla en medio mundo. De nuevo jugamos con los símbolos. Estoy seguro de que la próxima revolución, si ello es hoy posible, será una “revolución sin humos”. Y no se referirá a los humos que salen de las bocas de los fusiles sino a que serán revolucionarios no fumadores, grandes recicladores, defensores de la comida ecológica y usarán balas sin plomo. Y echarán en cara al capitalismo no la opresión y alienación de los trabajadores sino su creciente contaminación y desestabilización climática del planeta. Una revolución verde, comandos de Gaia para salvaguardar la naturaleza. Una naturaleza anti-tabaco, anti-taurina y anti-grasa. Y ocurrirá lo que ocurre con las revoluciones: que llegan, pero no será la deseada, será otro tipo de opresión. Y vuelta a empezar.


Zaragoza, 30 de noviembre de 2016

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Homo sexualis

Es el sexo el que mueve al sol y a las otras estrellas, no el amor. El sexo desatado del macho, en celo permanente, es el motor del heroísmo, de la ambición, de las conquistas. El poder y el dinero son sólo medios para acceder al sexo, único objetivo, o al menos el principal, del hombre. La religión y la cultura, es decir el miedo y el raciocinio, apenas si pueden aplacar este deseo de poseer cuerpos. La genética podría ser una parte de la explicación. El apetito sexual viene determinado por la necesidad de procrear que nos transmiten nuestros genes. Cuando esta urgencia genética se da en exacerbo, se puede resumir en este apotegma neo-darwinista: “el pollo es sólo el medio que tiene un huevo de tener otro huevo”. Pero este mandamiento evolucionista, como he dicho, sólo puede explicar en parte el apetito sexual del hombre, casi perenne. Y cuando la fisiología no basta, acude en nuestra ayuda la cultura y nos da el sexo sin reproducción, placer sin responsabilidad, panacea del homo sexualis. La cultura creó la prostitución. Y también el amor de rosas sobre piano. Y otros arbitrios, pues como dice un dicho árabe: “para procrear, las mujeres, para el placer, los efebos, para el deleite, los melones”. La parte de los melones es puramente cultural. Y no importa que las civilizaciones criminalicen el sexo. Ya Freud nos enseñó que la civilización se fundaba en la represión de los instintos. Pero para la urgencia sexual no hay cortapisas ni valladares. En todas las sociedades, incluso en las más puritanas (a veces sobre todo en las más puritanas) han prevalecido las casas de lenocinio, lugares donde poder solazarse con fornicatrices, también llamadas daifas, suripantas, perendecas, pupilas, pelanduscas, meretrices, rameras, y cientos de nombres más, lo que demuestra su arraigo y universalidad. Sin sexo las ruecas se detienen, ningún canto mágico escande ya la rotación del torno. Y es entonces grande consuelo tener la taberna por vecina.


Zaragoza, 23 de noviembre de 2016

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Periodismo que no difama, no ha fama

No hace mucho tiempo, el diario El mundo recogía o insertaba esquelas que recordaban, después de 70 años, que fulano y zutano “habían sido vilmente asesinados por la soldadesca republicana”. ¿Periodismo de investigación? ¿Crónica anacrónica? El mundo, y otros periódicos de feroz derechismo, me recuerdan a una noticia que recogió L’ami du people, el 28 de abril de 1936 (la fecha es mera coincidencia): “Han intentado camuflar como accidente el oscuro asesinato de Marsella. Pero la autopsia demuestra que la víctima ha fallecido a consecuencia de un disparo efectuado por un comunista”. ¿Dónde está el código deontológico del periodismo que todos dicen respetar pero pocos respetan? Decía Jean-Françoise Revel que el mundo actual se divide en países donde el gobierno quiere sustituir a la prensa y países en los que la prensa quiere sustituir al gobierno. ¿En qué caso nos encontramos nosotros? Aquí, como todo en esta España crispada, habría disparidad de opiniones en función de en qué trinchera uno esté cobijado. El periodismo, sobre todo el que practican los diarios de difusión nacional, sufre un exceso de soberbia, quiere ser sumario y totalizador, créense la última verdad del mundo y en el fondo desearían que todas las opiniones se plegaran a sus dictámenes. Como dijo Julien Gracq: “A todos, dentro de ciertos límites, les está permitido hablar; a unos pocos les está reservado saber”. Y la prensa, siempre a la bajura de las circunstancias, habla pero no sabe. Eso hace que la prensa tenga grandes detractores. Baudelaire no comprendía cómo una mano pura podía tocar un diario sin una convulsión de asco. Y Nietzsche decía; “¡Guárdate de los periódicos, de la política, de la cerveza y de la música wagneriana!” Y para Unamuno el periodista era mala y diabólica ralea. Claro que quien más bramó contra la prensa fue Karl Kraus. Pero sobre eso hablaremos largo y tendido en otra ocasión.


Zaragoza, 16 de noviembre de 2016