miércoles, 18 de abril de 2018

La muerte es lo normal


La mayoría de las personas que alguna vez han existido, están muertas. El 99% de las especies que alguna vez han pululado por el planeta Tierra, están extinguidas. Incluso lo vivo, lo que hoy está vivo, tiene una esperanza de vida ridícula en comparación con cualquier tiempo histórico, y no digamos geológico o cósmico. Lo natural, entonces, es lo muerto, lo extinguido. Esta constatación debe llevarnos a la reflexión, y de ahí a la humildad, y de ahí a la tolerancia. Humildad como la del poeta Omar Jayyam: “Mi venida no fue ningún beneficio para la esfera terrestre; mi partida no disminuirá su belleza ni su esplendor”. Morir, desplazarse hacia el gran vacío, en eso consiste nuestra existencia. El tiempo que se nos regala es escaso y aún así lo dedicamos al odio, al enfrentamiento, a hacer la vida imposible al prójimo. En vano cantamos, fuertes y ligeros, olvidando que somos todos hermanos en la muerte. Todas las calaveras son de la misma especie. Los negros también tienen la calavera blanca. Todos resucitamos en los gusanos que nos comen. Citaba Heidegger una homilía medieval que rezaba: “Tan pronto como un hombre entra en la vida, es ya lo bastante viejo para morir”. Casi todos los filósofos, antes o después, se han detenido a cavilar sobre la muerte. Unamuno fue uno de ellos. Decía este vasco salmantino que morimos de frío, no de oscuridad, y pedía calor, más calor, no luz, como exigía Goethe. Ay de aquel que no piense en la muerte, pues la muerte no deja de pensar en él. Y más tarde o más temprano se verá obligado a tenerla presente. Es inevitable. Puede consolarse diciéndose que no agonizará solo, que en su hora habrá un coro de agonizantes que sufrirán el mismo trance. Pobre consuelo, pero frente a la muerte todos los consuelos son pobres. E inútiles.

Zaragoza, 18 de abril de 2018

miércoles, 11 de abril de 2018

Definir la eternidad


¿Cómo puede un cerebro finito, muy finito, dar cabida a un concepto tan grande como es la eternidad? ¿Puede algo contener una cosa más grande que ella? Sí, si esa cosa es un concepto, una idea, una definición. Pero aún así, la definición, aunque sepamos qué queremos decir con ella, no está del todo clara. ¿Cómo explicar la eternidad? Hay que recurrir a ejemplos, algunos escalofriantes, como el imaginar una esfera de hierro del tamaño de la Tierra y una hormiga recorriéndola sin parar. Pues bien, cuando el constante caminar de la hormiga desgaste la bola de acero por completo, ni siquiera habría comenzado la eternidad. Este escalofriante mecanismo aparecía en las torturantes historias de los sacerdotes cuando querían inculcarnos a los niños la duración de las penas del infierno. El problema para concebir la eternidad, que es esencialmente no‑tiempo, estriba en que tenemos que hacerlo desde una base temporal, desde nuestra innata noción del tiempo. Pero, ¿cómo concebir el no‑tiempo desde el tiempo? Difícil. Podríamos tirar por la calle del medio y decir, con Francisco Umbral, que la eternidad es cal y fosfatos. O parodiar a Borges y afirmar que lo eterno está en el bifurcarse de los caminos. O recurrir a la biología y consolarnos pensando que la eternidad, la inmortalidad, es un mero asunto de replicación individual. Si nosotros no podemos ser eternos, que lo sean nuestros genes. Pero estos conceptos y soluciones están pensados más bien para la eternidad entendida como fama duradera, como posteridad. Pero la idea que da vértigo es la otra, la inmortalidad en sí y para sí, el concepto metafísico de soledad sin mengua que asusta a los filósofos. Pero de este tipo de eternidad sabemos poco. Nosotros no somos tan incautos como ese personaje de Joseph Heller en su novela Catch 22, que decidió vivir para siempre o morir en el intento. Ni siquiera sabemos si sería deseable la eternidad. Lo que sí sabemos, gracias a Rilke, es que de la eternidad no hay salida (Aus dem Ewigen ist kein Ausweg), lo que debería decidirnos a renunciar a ella. Eterno no hay más que la eternidad.

Zaragoza, 11 de abril de 2018

miércoles, 4 de abril de 2018

Nostalgia de la barbarie


Para Freud la civilización se basa en la represión de los instintos. Cuanto mayor la represión (los escandinavos, tan nórdicos, tan sin rabietas, tan duchos en saber comportarse) mayor el grado de civilización. Pero la represión de los instintos tiene un coste: las enfermedades somáticas, la tristeza, la depresión, el suicidio. Un italiano del sur que arroja el contenido del cenicero de su coche en la vía pública, se cuela en la cola del supermercado y no paga un impuesto si no le viene impuesto, no necesita ir al psiquiatra y sus posibilidades de auto-inmolarse son escasas. Pero un nórdico, un hijo de Ibsen, un hombre capaz de guardar una colilla en el bolsillo hasta encontrar un cenicero homologado, ese hombre necesitará, más pronto o más tarde, ayuda psiquiátrica o acabará despeñándose por un fiordo. Es el precio de la civilidad. Aunque hay quienes aseguran que los individuos civilizados no son los productos de una civilización sino su causa. Lo que vendría a significar que el nórdico del ejemplo, junto con sus conciudadanos, ha sabido crear una sociedad a su imagen y semejanza, o sea, una civilización. La verdad es que el argumento tiene su lógica. Ya decía Baudelaire que la civilización nos está en el gas, ni en el vapor (ni en el teléfono móvil, ni en usar Facebook, actualizo) sino en la disminución de las huellas del pecado original. Bien, pero no olvidemos, como decía Ortega, que al fin y a la postre el hombre civilizado es hijo del bárbaro y nieto del salvaje. Estos salvajes que, como los indios de Canadá, comen cuando tienen hambre, pues no conocen otro reloj que el apetito, no conocen la propiedad ni la envidia, desdeñan el dinero, eligen jefes sin privilegios y consideran ridículo obedecer a un semejante. ¿Salvajes? ¡Ah, la nostalgia de la barbarie! Quizá más que una visión del mundo, la civilización sea un mundo, o muchos mundos, y no haya que medirla sólo por los avances tecnológicos o la represión de instintos.

Zaragoza, 4 de abril de 2018