miércoles, 23 de mayo de 2018

Los miserables


Los miserables. Nada más despreciable que esas personas que viven como mendigos y luego, al morir, se descubre que poseían enormes fortunas. Abundan estos personajes, las noticias nos lo revelan casi cotidianamente. Son criaturas poseídas por la avaricia, posible-mente el peor pecado que puede darse. Voy a relatar una serie de casos de miserables recogidos por la escritora Edith Sitwell. Por eso son todos ingleses, aunque la figura del miserable no sea patrimonio exclusivo de un país. Es universal. El reverendo Mr. Jones, que fuera coadjutor en el condado de Berkshire, llevó el mismo sombrero durante 43 años, y el mismo abrigo. Cuando después de 35 años las alas del sombrero se le desgastaron, las tomó prestadas del sombrero de un espantapájaros. Se las recortó y se las pegó a la corona del suyo, llevándolo hasta el final de sus días, que fue a los 80 años. Otro reverendo, Mr. Trueman, de Daventry, poseía varias rectorías con unos ingresos de unas 400 libras al año. Cuando murió, en la miseria, se descubrió que poseía más de 50.000 libras. Este reverendo, cuando era requerido por los parroquianos para administrar ayuda espiritual, pedía a la familia una loncha de tocino para acompañar a unos rábanos que había recogido de camino en sembrados ajenos. Nadie se lo negaba, pero cuando la señora se descuidaba, el clérigo cortaba otra loncha con una navaja que siempre llevaba, y se la metía en el bolsillo del gabán. Si visitaba varias casas, en cada una pedía algo de comer y birlaba otro poco, si podía. Cuando su ropa necesitaba remiendo, visitaba a una casa rica muy distante de su casa y en horas en las que la familia se veía forzada a pedirle que pasara allí la noche, lo que hacía gustoso. En su cuarto de invitado, el buen reverendo cortaba los hilos que sobresalían de las esquinas de las mantas, hilos con los que después remendaba la ropa.

Otro miserable célebre fue John Elwes. A éste le venía de familia, pues su madre se dejó morir de hambre hallándose en posesión de una fortuna superior a 100.000 libras. En una ocasión que John Elwes visitó a su tío, de la misma cuerda, lo hizo vestido con un gabán raído, medias con agujeros y hebillas de zapato oxidadas. Su tío alabó la vida virtuosa de su sobrino al verle así ataviado y se sabe que esa noche compartieron ambos una charla frente a un fuego encendido con una sola cerilla y un vaso de vino para los dos. Hablaron sobre la extravagancia y derroche de los tiempos actuales. Cuando tuvieron que subir a los aposentos, lo hicieron tanteando las paredes para ahorrar en velas. Cuando John Elwes heredó la fortuna de su tío, no dejó de caminar de una punta a otra de Londres para ahorrarse el chelín que costaba el carruaje, incluso en días de intensa lluvia. Llevaba este miserable sobre la cabeza una peluca que un mendigo había tirado a una charca y que él recogió. Cuando se le gastó el gabán, su puso uno de terciopelo verde de un antepasado muerto hacía mucho tiempo. Su aspecto, con la peluca mugrienta y el gabán de otra época, dio mucho juego al chismorreo.
            Pero quizá el caso más repulsivo fuera el del señor Dancer y su hermana, que a pesar de tener unas rentas de 3.000 libras al año, cierta vez que descubrieron una oveja muerta pudriéndose en una zanja, se la llevaron a casa, las despellejaron y con la carne, medio podrida, hicieron pasteles, viviendo de este solo alimento hasta que se acabó. Era tal la tacañería del señor Dancer que estando su hermana moribunda sobre un lecho de harapos, se negó a comprarle medicamentos o solicitar un médico. Su argumento era: ¿Por qué he de gastar dinero en contravenir los designios de la Providencia? Si el tiempo fuera venido moriría a pesar del gasto, y si Dios dispusiera no llevársela, ella misma se curará. Tan miserable era que a su perro Bob, por el que profesaba un gran cariño y le daba una pinta de leche al día, al ser éste acusado de matar algunas ovejas, le llevó a un herrero y le rompió todos los dientes, para evitar tener que pagar indemnizaciones por las ovejas que pudiera matar.
            ¿Qué más se puede decir de estos miserables que no muestre el ejemplo de su conducta? Y encima, los muy desgraciados suelen ser longevos e inmunes a la carne putrefacta, como hemos visto. Sirva su ejemplo, ya que no para otra cosa, para evitar su imitación, o su amistad. Qué se pudran.

Zaragoza, 23 de mayo de 2018