martes, 31 de julio de 2018

El imperio de la pornografía


La pornografía está en auge, lo inunda todo. Desde la más sutil que nos llega por medio de la publicidad a la más grosera y sin complejos que tenemos al alcance en Internet. Pese a la desaparición (casi) de las salas donde se exhibían este tipo de películas, cada día se producen más videos pornográficos que de cualquier otro tipo. La pornografía y sus fetiches se venden por catálogo, en sex-shops o se bajan de Internet (método más frecuente). Hay millones (sí, millones) de sitios en Internet donde se ofrece pornografía. La mayoría pretende ser de pago, pero las muestras gratuitas que ofrecen, multiplicadas por el número de portales que las ofrecen, hacen innecesaria el desembolso. Y qué decir de los géneros y subgéneros ofrecidos. Internet, por necesidad, ha creado una taxonomía del sexo que un millón de Linneos no hubieran podido superar. En una de las muchas páginas de sexo consultadas, hay por lo menos trescientas categorías de oferta. Estos son algunos de los apartados: mulatas, rubias, colegialas, dibujos animados, travestis, transformistas, gays, lesbianismo, parejas, tetas grandes, bizarrías (del inglés bizarre: cosa fuerte), zoofilia, sexo negro, fetichismo, etc. La lista podría continuar. En cada una de estas secciones uno halla cientos de películas, o trozos de ellas que se pueden descargar gratuitamente. Pero con tanto cebo y señuelo, a uno se le quita el apetito y renuncia al banquete prometido. Ha comido de pinchos. Ah, qué tiempos aquellos cuando una revista como Lib (pornografía carpetovetónica, con tías con pelos en el sobaco) bastaba para llenar y saciar nuestras ansias de sexo. Lo bueno de la moderna pornografía es que la obtienes mediante un simple clic en tu propia casa, gratis, y no necesitas almacenarla o esconderla en ningún armario poco frecuentado. Está ahí, en el ciberespacio, almacenada en una dirección que empieza con tres uves dobles (he estado a punto de escribir “ubres” dobles). Quizá no reemplace al sexo de contacto directo, pero puede ser un sucedáneo aceptable, y más barato. Para ir más allá, esperaremos a la replicante femenina o WoRobot.

Zaragoza, 1 de agosto de 2018

miércoles, 25 de julio de 2018

El dinero


No hay más dios que el dinero, y la banca es su profeta. Nunca, en ningún momento de la historia de la civilización occidental, ha existido un amor tan desproporcionado por el dinero. O quizá es que nunca lo ha habido en España y extrapolo esta circuns-tancia a todo el orbe capitalista. Pero me da que no exagero. Creo que es una afección global. Mencionaba la prensa hace unas semanas que el primer día que entró Bulgaria en la CEE, cientos de hombres de negocios de Inglaterra, Francia y España, entre otros, arribaron con maletas llenas de dinero a Sofía, principalmente para comprar inmuebles. Al calor de la rápida revalorización que preveían del valor de la vivienda, todas las sierpes financieras, buitres de la especulación, ratas de la hipoteca, arribaron a la capital de Bulgaria. ¿No pinta esta imagen un cuadro más exacto de nuestra sociedad que cien libros de historia y sociología, que ocultarían estos hechos de rapiña bajo índices de precios y tasas de crecimiento del PIB? Es descorazonador ver a los ciudadanos que me rodean, la mayoría de ellos con dos sueldos (el de su cónyuge y el suyo propio), adquirir pisos y apartamentos con un ansia que raya la locura. ¡Y cómo se les llena la boca hablando de revalorizaciones, de cómo con los alquileres de unos pisos financian la compra del próximo! Acumulan, tienen, poseen, pero no son. Han renunciado (¡qué les importa!) a culturizarse. No van al cine (total, ya tienen tele grande), no compran libros (¡No tenernos tiempo de leer!), no aprenden idiomas o estudian cursos de arte (¡menuda mariconada!), no se desarrollan espiritual ni moralmente. Morirán ignorantes, pero con propiedades. Ellos no valoran el tiempo que deben dedicar a notarios, escrituras, fontaneros, comunidades de propietarios, limpiezas de piso, amueblarlos, viajar los fines de semana a la playa o a la montaña para ver si su preciada posesión se encuentra en perfectas condiciones o se ha inundado debido a las pasadas lluvias. Ser o tener siempre ha sido el dilema de hombre en nuestra sociedad. Hoy el ser está devaluado, su índice ha perdido muchos enteros. ¡Buena época para invertir!

Zaragoza, 25.07.18

miércoles, 18 de julio de 2018

La espontaneidad


La espontaneidad. La espontaneidad es difícil de conseguir fuera de la infancia. Al crecer, al madurar, nos vamos llenando de máscaras y trajes que impiden ver lo que somos en realidad, en ese desnudo (y secreto) interior. La cultura, en este caso, añade más máscaras y más atavíos. La cultura es represión de instintos. Lo sabemos por Freud. La espontaneidad habita sólo en los niños y en los pueblos muy primitivos. Pero hay actos que nos devuelven por unos instantes la espontaneidad perdida. Uno de ellos es el salto. El fotógrafo que pensó en sacar a un elenco de celebridades de la cultura saltando (lo siento, conservo una foto pero ahora no recuerdo el nombre) tuvo una idea inspirada. Durante un instante, instante que recoge la foto, el personaje se desprende de sus máscaras, queda desnudo de gestos y se muestra tal como sería retornado a la inocencia. En ese suspenso magistralmente sostenido el sueño sombra suele vestir de bulto bello. Se iguala con el salto la personalidad. La espontaneidad se extiende delante del ojo de la cámara. Es fácil advertir el prestissimo nervioso o el lento aristocrático de ciertos brincos. Ciertas acrobacias pueden mostrar que se es fuga de faisanes de sangre ardiendo, pues la verdad acecha en los impulsos. Es por ello que hay saltos acrobáticos, saltos de tímido, saltos bailarines, saltos de ¡Dios mío, qué chorrada estoy haciendo! La foto, durante semejante acto desinhibidor tomada, nos mostrará al artista (los artistas tienen, si cabe, más máscaras que nadie) desnudo de artificio, primitivo y sincero, él mismo en esencia. Fue una buena idea la que tuvo el fotógrafo al querer captar a sus personajes en el acto de saltar. Debería hacerse también con los políticos. El salto les desnudaría y nos llevaríamos grandes sorpresas. Podríamos descubrir en el salto del conservador a un progresista camuflado, o vislumbrar en un nacionalista antiespañol el torero ancestral que lleva dentro. Sí, sería clarificador. Y divertido.

Zaragoza, 18 de julio de 2018

lunes, 16 de julio de 2018

¿Cómo se compaginan dos actitudes contrapuestas?


El buen católico que es un buen matemático, un químico de prestigio o un ingeniero competente, cree sin embargo en la Santísima Trinidad, tres dioses en uno, y que el vino que oficia el sacerdote se transmuta en sangre de Cristo al pronunciar unos latines. ¿Por qué aplica la razón o el sentido común en las tres profesiones que acabo de citar, y está por debajo del sentido común cuando se trata de la Trinidad o de la Consagración? Porque en los tres primeros casos ve con sus propios ojos y perfecciona su inteligencia; y en el último caso ve por los ojos de la tradición, de los mistagogos, cierra los suyos y pervierte el sentido común que posee.

La oveja feroz
16.07.18



martes, 3 de julio de 2018

Otra definición del arte


La frase “el arte ha de producir orgasmos” podría ser una buena aproximación a los fines del arte. Sería, al menos, inusual, que ya es algo. Estamos tan cansados de los tópico, de los clichés, de las opiniones previsibles de los mandarines del arte, que las definiciones que desencajen en el geométrico ámbito de lo canónico, nos gustan, rozan algún resorte de inconformismo que muchos siglos de ortodoxia habían casi sepultado en nuestro cerebro. Ponerse delante de un cuadro y correrse; o no. Escuchar una pieza sinfónica y eyacular; o no. Leer un libro y alcanzar el clímax; o no. Ese “no” significa que lo que hemos contemplado, escuchado o leído, no es arte. La fruición estética debe conllevar una descarga de semen espiritual. Lo demás es pornografía barata, objetos mercantiles y de consumo, no es arte. El arte es largo y la vida corta, decía un adagio latino. Es largo, quizá, para abreviar el tránsito. Pero un tránsito que ha de discurrir por cimas, no por valles. Cimas de inaccesible nieve siempre canas, cimas de fruición, de placeres, de orgasmos. Y si no hace nuestro tránsito más breve, lo hará más gozoso. El arte es otra vida de la vida, la vida en miniatura, el resumen perfecto de su original más borroso. Antes, este concepto de placer extremo en el arte sería considerado blasfemo, porque el arte estaba sojuzgado por la religión. Experimentar un orgasmo contemplando una madona o una inmaculada hubiera supuesto, tras la excomunión, la hoguera. Defender hoy que el arte debe producir orgasmos nos excomulga también, pero no conlleva pira ejemplarizante. La religión de los marchantes es menos ruda, al menos mientras el heterodoxo, casi siempre en minoría, no haga peligrar los grandes beneficios que suele proporcionar su profesión. Necesarios al arte, estos mercaderes al arte necesitan. Y es tal su poder suasorio que venden sus productos incluso a individuos no adictos al estremecimiento de la piedra o el lienzo. Y es que esgrimen, con pericia, el juego de las reputaciones indudables.

Zaragoza, 4 de julio de 2018