Las
principales religiones monoteístas predican que la existencia es un período de
tránsito, que la vida verdadera está en el más allá, después de la muerte.
Tanto recalcar que los asuntos de dios no son de este mundo conduce a que los
fieles se sometan de buen grado, dóciles, a los poderes mundanos, en estrecha
colaboración (complicidad) con el sacerdote y la jerarquía del culto. ¿Nos
maltratan, nos roban y nos humillan? No importa, nuestro reino no es de este
mundo, este sufrimiento, bien ofrecido a dios, nos permitirá pagar el impuesto
que da acceso al cielo. Y mientras, con
frivolidad escolástica se nos predica que vivir es un error metafísico de la
materia, ellos, los ricos, los poderosos, los que van de fiesta en fiesta y de
orgía en orgía, morirán de viejos en sus yates y palacios, pero irán al
infierno. Y este pensamiento alegra, o consuela, al creyente, quien desearía, a
través de un velo ecuóreo, atisbar los tormentos de estos gozadores de
placeres. Que un prójimo se pudra entre tormentos por toda la eternidad, les
regocija. Se lo han buscado, alegan. Lo que, lógicamente planteado (lógica
teológica, si tal cosa pudiera darse), ese regocijo en el sufrimiento ajeno es
un pecado y por ello les hace merecedores de arder con sus denostados ricos en
el mismo infierno. Lo que muestra que, al final, si existiese un juez superior
ecuánime y omnisciente, debería condenar tanto al poderoso y al ricachón como
al pobretón infeliz que se consuela imaginando el castigo de los mencionados.
Todos al averno. Pero a los primeros que les quiten lo bailado, lo bebido, lo
comido, lo fornicado. Adquirir consciencia de estas circunstancias conduciría a
la incredulidad de la masa de fieles, lo que a su vez conduciría a la
inestabilidad política y a la pérdida de privilegios por parte de mandatarios y
sacerdotes. Por eso se inventó, en cada religión-de-un-solo-libro, la figura
del exégeta, el entendido, el personaje que tiene el monopolio de la
interpretación de los textos sagrados. Son los sacerdotes, los rabinos, los
imanes. Pero ya existía, sobre todo en occidente, una porción importante de
incrédulos que oponían su libre pensar al de estos exégetas, su agnosticismo a
la fe. Y entonces vino la televisión, el fútbol, el teléfono móvil, y desniveló
la balanza de nuevo.
Zaragoza, 27 de Junio de 2016