La
humanidad es una abstracción, un conjunto que se compone de unidades: los
hombres. Juzgar u opinar sobre la humanidad es juzgar y opinar sobre un
conjunto dispar de seres. Y sin embargo nada más fácil que opinar sobre la
humanidad, ni tan reconfortante. Lo más curioso de estas opiniones es que son
en su mayoría negativas, descorazonadoras. Pocos alaban a la humanidad y son
legión quienes la denigran. Y entre los denigradores se encuentran eminencias
del pensamiento y la cultura. Y eso da miedo. Si las personas consideradas más
inteligentes ven a los humanos como una falla biológica, un chirrido en la
música de las esferas (Karl Kraus), unos meros chimpancés vestidos (Minsky),
una masa insensata e imbécil (Voltaire), seres a los que no les es posible ser
buenos ni cuando son buenos (Porchia), una maquinita de vivir (Macedonio
Fernández), algo falla, algo ven en esta especie a la que pertenecemos que
debería, además de asustarnos, hacernos detener en nuestro imparable progreso y
reflexionar seriamente sobre nuestra condición. Quizá sea nuestra soberbia de
creernos especie elegida, aunque compartamos el 99% de nuestros genes con el
chimpancé, aunque se nos repita por los antropólogos que no representamos mucha
originalidad con respecto al resto de los mamíferos (Arsuaga), aunque se nos
recuerde que fuimos peces durante varios millones de años. Esta degradación de
la especie culmina en Dachau y en Hiroshima y en Irak. Pero ya lo dijo Ramón
Gómez de la Serna: “La humanidad no escarmienta sino por los bombardeos”. Pero
la historia, ese parte clínico de la irracionalidad de los hombres, le quita la
razón. O es que quizá se necesiten más bombardeos. Pero cuidado con los
bombardeos, pues recuérdese que somos primos de los chimpancés y que, como dijo
el sociobiólogo E. O. Wilson: “Sospecho que si los baboons hamadryas
dispusieran de armas nucleares, destruirían el mundo en una semana”. Y hoy es domingo…
Zaragoza,
29 de marzo de 2017