lunes, 27 de mayo de 2019

Eterna juventud


El mito de la eterna juventud ha traído de cabeza a los hombres desde tiempo inmemorial. Las leyendas célticas hablan de Avalón, la mítica isla de los Santos, donde se encuentran las manzanas de la eterna juventud. Allí dicen que fue curado el rey Arturo cuando, herido de muerte, fue conducido por Morgana y Nimue. Y hay quienes profetizaron su regreso después de que entregara a Bedivere la espada Excalibur para que se deshiciera de ella. De la Sibila de Cumas, Deifoba, se cuenta que el dios Apolo había prometido concederle todos sus deseos y que ella, precipitándose en la petición, solicitó vivir tantos años como granos de arena cupiesen en su mano, pero olvidó, sin duda por descuido o exceso de confianza, pedir la eterna juventud, de modo que se consumió tanto que, arrepentida, esperaba una muerte que no podía cumplirse. Lo mismo le ocurrió a Titón, hermano de Príamo e hijo del rey de Troya Laomedonte, de quien se enamoró Eos, la diosa de la Aurora y para quien solicitó la inmortalidad olvidando la eterna juventud, de modo que Titón vivió con la apariencia de un anciano decrépito mientras ella per­manecía joven y hermosa. Y cuando la ninfa Calipso quiso retener a Ulises en la isla de Ogigia fue también este mismo argumento el que utilizó, aunque el aventurero lo rechazara. Es una perma­nente obsesión en todas las culturas.  Tanto es así que en el Poema de Gilgamesh, probablemente el libro más antiguo de que se tiene noticia, también su protagonista ambiciona la inmortalidad y recurre al sabio Utnapishtim para que le revele el lugar donde se encuentra la planta que confiere la eterna juventud. Otros simple­mente han utilizado este deseo de los hombres para enriquecerse o medrar aprovechando la ingenuidad de unos y otras, como en el caso de Giuseppe Balsamo, conde de Cagliostro, célebre estafa­dor en la corte del rey Luis XVI, que decía vender el elixir de la eterna juventud. Pero sin duda el caso más patético y más sobre­cogedoramente terrible es el de la condesa húngara Erzsébet Báthory. Tanto era el deseo de esta mujer por conservar su lozanía, que llegó a creer que bañándose en sangre de jóvenes sacrificadas para tal fin su cuerpo escaparía a los estragos del tiempo. Se cree que fueron cientos las mujeres sacrificadas por el capricho de la condesa. Ocurría a finales del siglo XVI y principios del XVII, hasta que el 30 de Diciembre de 1610, el conde Gyorsy Thurzo, primo de la Báthory, acordonó su castillo y arrestó a todos sus habitantes. El juicio se celebró en 1611 sin la presencia de la condesa, que se negó a asistir. Todos sus colaboradores fueron condenados a muerte pero a ella el propio rey Matías II de Hungría le conmutó la pena de muerte por la de prisión perpetua en su propio castillo, donde moriría cuatro años más tarde.
            El que pide la vida eterna, realmente no sabe lo que pide.

Zaragoza, 27.05.19