El gen subnormal
De
Dick Dawkinson
En su
nueva obra científica, Dick Dawkinson, eminente teórico de la evolución y
neo-darwinista de pro, propone, documental y entretenidamente, que la evolución
progresa debido a la “subnormalidad” intrínseca de nuestros genes,
comportamiento que resulta contraproducente a la larga para la supervivencia de
la especie.
Dawkinson se basa para su
tesis en las respuestas empíricas a las siguientes preguntas: ¿Qué genes han
prevalecido más dentro de las diversas especies? Y concluye que, de todos los
genes, los que más han prevalecido, aquellos que han conducido a la especie
portadora a dominar el mundo animal, son los genes humanos. ¿Y a dónde nos han
conducido esos genes triunfadores? Nos han conducido al borde de la
aniquilación por sobrepoblación y otros males producto de la codicia sin fin de
sus portadores.
El
libro de Dawkinson demuestra que el dichoso gen provocador de la vanguardia
evolutiva actual, el gen que nos ha llevado al borde de la aniquilación por
razones de superpoblación, contaminación y proliferación de armas de altísimo
poder destructor, posee una manera de reproducirse tan poco inteligente que por
ello merece el nombre de “subnormal”. Veamos, nos dice Dawkinson, cómo se
propaga este gen. ¿Quiénes hoy en día se reproducen más y más velozmente? ¿Son
acaso los hombres más inteligentes del planeta: científicos, filósofos,
artistas? No. Los grandes cerebros orgullo de la evolución son los que menos se
propagan. Estas personas apenas si poseen descendencia o, cuando lo hacen,
limitan a uno a dos el número de sus crías. ¿Quiénes son, entonces, los que más
se reproducen? Está claro: los desheredados de la fortuna y de la inteligencia:
seres miserables que habitan bolsas de pobreza, criaturas sin instrucción o
conocimientos, ciudadanos sujetos a todo tipo de enfermedades y a
indoctrinaciones acientíficas de corte fundamentalista. Occidente, esa parte
del Globo con alto poder adquisitivo, cuyos países pueden proveer de educación
a sus habitantes, así como medios dignos de vida, pierde poder de replicación.
Su crecimiento vegetativo es negativo. Por el contrario, los países de
Latinoamérica, África y Extremo Oriente, y dentro de estos continentes los más
atrasados cultural e industrialmente, son los que poseen mayor poder de
multiplicación. Eso hace que los genes de progenitores con cultura y portadores
de cerebros desarrollados pierdan peso a favor de los genes de progenitores
incultos cuyos instintos, sin brida cultural, se mueven al borde de la
animalidad. Y a esos genes son los que llama Dawkins subnormales. Un gen
egoísta pensaría en el bien de la especie, pues una especie fuerte redunda en
su propio favor procreacional, y por ello debería procurar que se multiplicasen
más los genes capaces de producir personas inteligentes y cultas, pues a la
larga son estas inteligencias las que mejor pueden mirar por la supervivencia
general. Sin embargo, son los otros genes, los que no tienen ni puta idea, los
pertenecientes a los sectores menos favorecidos de la humanidad, los que
prevalecen y los que a la larga ganarán en esta competición por la
supervivencia. Y a corto plazo quizás no lo apreciemos, nos advierte el autor,
pero a largo plazo está claro que la mayoría de los genes del futuro habrán
tenido su origen en los citados pozos de incultura e ignorancia.
Una
vez planteado el grave problema con crudeza, Dawkinson nos propone una solución
para salir de este proceso hacia la destrucción, para invertir esta tendencia
desalentadora. La solución pasaría por no dejar el asunto de la reproducción en
manos de los genes subnormales y tomar directamente cartas en el asunto. Para
ellos el autor propone advertir del problema a las mujeres y cambiar su
mentalidad. Son ellas, al fin y al cabo, quienes poseen el grifo de la
procreación. El objetivo sería crear genes inteligentes en unas pocas
generaciones. Se trataría de indoctrinar a las mujeres para que en vez de
dejarse seducir por subnormales llenos de músculos o de labia y de especímenes
“bien dotados” sexualmente por la madre natura, se entregasen por el bien de la
causa de la humanidad a tipos intelectuales (como el propio autor, por
ejemplo). Habría que pedirles que se dejasen deslumbrar, mejor que por el
físico, por las dotes intelectuales, aunque estas no fueran acompañadas de
tersos músculos ni de órganos reproductores de concurso; convencerlas de que,
siguiendo con esta subordinación a la supervivencia, se rindieran al encanto de
la cultura y que las pusiera cachondas, por ejemplo, una disertación sobre
Baudelaire, un discurso sobre la fenomenología de Heidegger o una fórmula de
física cuántica. Y ello sin parar mientes en las dioptrías o la halitosis del
discurseador. Y que esas mujeres, sobre todo las más bellas, ejemplares de Play
Boy y revistas culturales semejantes, estuvieran sólo a disposición de aquellas
personas de probada cultura e inteligencia y desdeñasen al inculto y al
penilargo, gente que debido a su misma incultura, son capaces de engendrar crío
tras crío de la misma hembra. De esta manera, nuestros genes (yo, como
renombrado crítico me incluyo en el grupo del autor), por variedad de
continentes femeninos así lanzados hacia el futuro, son los únicos que podrían
traer la salvación a este mundo desquiciado y a punto de sucumbir. Esto sería
válido también para las mujeres inteligentes, quienes deberían tener acceso a
ejemplares masculinos hoy monopolio de famosas sexagenarias o hembras del
tercer mundo incapaces de apreciar las singulares características sexuales de
sus engendradores. Ya lo advierte Dawkinson: “O esto o el acabose”.
Si
los genes subnormales, siguiendo la propuesta de Dawkinson, fueran reemplazados
por genes inteligentes, en un milenio la población del planeta experimentaría
una grandiosa transformación. Un planeta, a no dudar, habitado entonces por
gente culta e inteligente y a la vez bella de forma, pues no se olvide que cada
espécimen “inteligente” se habría pareado con varias de la especímenes más
bellos del sexo contrario.
Pero
si, como se teme el autor (y yo), los genes siguen mostrándose igual de
gilipollas y siguen prodigando a la inteligencia de la especie dioptrías en los
ojos, músculos fofos y penes de risa, poco se podrá hacer por la salvación del
planeta.
Este
libro ha sido bien recibido por toda la intelectualidad occidental, ansiosos de
que, una vez convencidas las mujeres de este cambio de rumbo en sus costumbres
apareadoras, se amplíen sus hoy casi nulas posibilidades de acostarse con las
mujeres objeto de deseo en los quioscos de todo el mundo.
Lambert O’Really
Crítico de su
Majestad