miércoles, 16 de marzo de 2016

El sexo y sus detractores

El sexo, quien lo duda, es uno de los acicates más seductores de la sociedad. Me atrevería a decir que casi todo se mueve alrededor del sexo. ¿Para qué quiere el poeta publicar sus versos o ser flor de oro en un concurso poético? Por una mujer, o por las mujeres. Para tener más opciones de practicar “la divina pelea” que es término casto del melindroso Pemán (cómo contrasta la melindrosidad de Pemán con la directa sencillez de marcial: Mi verga es sorda (mantula surda), pero por muy tuerta (lusca) que sea, ve (illa videt)). El sexo, dijo Henry Miller, es una de las nueve razones a favor de la reencarnación, careciendo las ocho restantes de importancia. Y qué magnífica es la carne, la cópula, el goce, qué entrega presupone, una entrega que sólo puede ser total, sin subterfugios ni fingimientos. Y qué denigrado ha sido el sexo por todos los sacerdocios. Pierre Bayle refiere la noticia de un sacerdote tan casto que no conocía ningún rostro de mujer y hasta temía tocarse a sí mismo. Sólo de pensarlo convulsionábase en apopléticos furores. Estaba claro que, del goce, lo que menos le gustaba era experimentarlo. También refiere Bayle de otro padre (en sentido espiritual) que tenía el olfato tan fino en esta disciplina (no sé si esta sería la palabra más adecuada), que la proximidad de personas licenciosas le afectaba por medio de un olor insoportable. Percibía en la energía sexual un rastro enigmático, un detrito bestial que hedía. A lo mejor sufría el hombre de halitosis y lo que olía era su propio aliento. Este santo varón, seguramente un hombre púdico en el sentido romano de la palabra “púdico”: no sodomizado, puede que fuera dron, pues según la Iglesia de los SubGenios hay cuatro sexos: masculino, femenino, masculino-femenino y neutro o dron. Esos sacerdotes de los que habla Bayle eran drones, seguro. Deberían recordar, esos pobres hombres, que allá por 1786, el alemán S. G. Vogel inventó la palabra “infibulación”, que daba nombre a un sistema para encerrar en cajas portátiles las manos, al objeto de impedir la masturbación. Pero a este señor “pájaro” (Vogel), experto en jaulas anti manolas, se lo olvidó resguardar al ave más canora, pues dejó libre el objeto capaz de disfrutar de un buen francés, mamada o felación, que de todas esas maneras puede uno llamar a esta forma elevada de placer. Putos drones.


Zaragoza, 16 de marzo de 2016

miércoles, 9 de marzo de 2016

La locura, concepto resbaladizo

La locura es un concepto huidizo y administrable. En la antigüedad se tachaban de locos a seres que hoy serían curados con una simple pastilla. La histeria en las mujeres predisponía a quemarlas en la hoguera. La sinceridad era una intolerancia, o una enfermedad. Sospechábase de la cordura de quienes portaban sonrisas que parecían flotar sobre un vértigo. Y, sin embargo, se adulaba a regentes bobos o mandatarios autistas. Pero en todas las épocas la locura viene definida por la sociedad dominante. Es loco aquel que los médicos de la clase gobernante considera que es loco. La nueva psiquiatría, que floreció en la segunda mitad del siglo XX, quiso subvertir esta situación, o al menos denunciarla. No bastaba, argumentaban, tildar de loco a una persona para tenerla encerrada, o hacerlo simplemente porque su comportamiento choque con la normalidad cívica, que es un concepto también impuesto. En esa línea, Foucault decía que la locura era un sentido variable según los siglos, no una enfermedad. ¿No han sido tildados de locos muchos genios hoy admirados? Van Goh pasó por loco; y Richard Dadd, pintor genial, poseído por una mágica trágica música mística. Y Schumann y Nietzsche y Hölderlin. Ya lo advirtió Shakespeare:

The lunatic, the lover and the poet
Are of imagination all compact

Y es que quien vive sin locura, no es tan cuerdo como cree (La Rouchefoucauld). Pero la locura más peligrosa no es la de los individuos, que poco daño pueden hacer, sino la de los grupos. Las masas, cuando dan en la locura, o insanía, son terribles. Arramblan con cualquier sensatez que encuentren a su paso. Conocidas locuras son los nacionalismos, cualquier nacionalismo, una enfermedad que ve en la cordura de los demás un enemigo. Pero para estos locos no hay camisas de fuerza, ni manicomios, no hay quien los encierre, pues incluso los loqueros se contagian de su mal. Y no son locos pacíficos, son locos de demencia vengativa y furiosa. Son locos que sólo se aplacan con sangre, sudor e himnos.


Zaragoza, 9 de marzo de 2016

miércoles, 2 de marzo de 2016

La ciencia es un reino donde el hombre se pierde

La ciencia es un reino donde el hombre se pierde. Creo que lo dijo Jorge Guillén. La ciencia trata de explicar el universo conocido, desentrañar sus leyes, con la esperanza de, encontrada la razón última, explicar (¿justificar?) nuestro pasmo ante la vida. Una noción que creó un nuevo paradigma en la ciencia fue la concepción de Einstein de que la realidad constituía un continuum espacio‑tiempo. Es decir, sin espacio no habría tiempo y sin tiempo no habría espacio, siendo ambos conceptos indisolubles. Es difícil de aprehender esta noción pero sus implicaciones son tan importantes que debería ser obligatorio conocerla. De ella se deriva un gran venero de especulaciones misteriosas. Por ejemplo: ¿Cómo se puede ser un alga, o una medusa, y al mismo tiempo capitel? Pero no desvariemos. Esa foto que a veces se nos presenta: el tiempo detenido sobre un paisaje, parado como una bobina de película, no existe. Sin el concurso del tiempo, que nos hace (y nos deshace), no habría paisaje, ni foto, ni observador. Y el tiempo puro, sin espacio donde recrearlo o imponerse, sería también nada, mera entelequia. Ambos van unidos. Pero sigamos. Según postula la moderna Teoría de Cuerdas (o sea, que no están locas) la realidad que conocemos tendría no las cuatro dimensiones que apreciamos (tres espaciales y una temporal) sino 10 dimensiones (nuevos avances hacen crecer este número a once, pero para nuestro propósito nos bastan diez), de las que en la primigenia Gran Explosión (Big Bang) sólo se desarrollaron cuatro, las que conocemos. Las restantes permanecen con nosotros, pero enrolladas en un espacio de 10-33 centímetros, y por tanto imperceptibles para nuestros sentidos. ¿Qué hubiera sucedido si en vez de cuatro dimensiones se hubieran desarrollado cinco o seis? El mundo no sería como el que conocemos. Es muy posible que en esa alternativa el hombre no hubiera surgido. Y es curioso que cuando nosotros, los humanos, pensamos en un número superior de dimensiones siempre las imaginamos espaciales, siempre las concebimos como pasos más allá del cubo. Sin embargo, podrían darse nuevas dimensiones temporales, o dimensiones de una cualidad ahora inimaginable, una dimensión que fuera la vinculación más rápida entre un riachuelo y la Vía Láctea. Pero eso no lo considera nadie. Quizá porque sea difícil imaginar una segunda dimensión temporal, y no digamos una dimensión de otro tipo. ¿Cómo sería una segunda dimensión temporal? ¿Habitaríamos dos universos a la vez, cada una con un tiempo diferente? ¿Cambiaría la actual flecha del tiempo, que viene avalada por la segunda ley de la termodinámica? Si es difícil imaginarse una cuarta dimensión espacial aún más difícil es imaginarse una segunda dimensión temporal. Ello se debe, sin duda, a que dimensiones espaciales tenemos tres y sabemos cómo se pasa de una a otra: línea, plano, cubo. Y aplicando el proceso nos atrevemos a imaginar lo que se ha llamado el hipercubo o teseracto, que sería un cubo donde sus lados se transforman a su vez en cubos. Sí, otras dimensiones son difíciles de imaginar, pero quizá debamos entrenarnos, por si acaso.


Zaragoza, 2 de marzo de 2016