miércoles, 28 de septiembre de 2016

Odiadores del sexo

Hay odiadores del sexo. Más de los que uno podría sospechar. El puritanismo está más extendido y arraigado de lo que parece. Las causas de este desprecio por el sexo son muchas: mojigatería, hipocresía cultural, gazmoñería beata, enfermedad psicosomática, impotencia, moda intelectual. En una de las cartas de Lord Chesterfield a su hijo se encuentra esta despectiva descripción del acto carnal: “El placer es momentáneo. El coste exorbitante. La posición es ridícula”. Sólo le faltó describir a los participantes con rostro embrutecido y babeante. Esta pudibundez del viejo aristócrata es precursora de la principal corriente de despreciadores del sexo: el puritanismo inglés. Un puritanismo que dio, como resultado opuesto, los famosos clubes de libertinos. La verdad es que el sexo quizá no haya avanzado tanto como otras costumbres o actividades. Hoy el sexo se practica casi de idéntica manera a cuando por primera vez el hombre encontró a la cabra y a la mujer, por ese orden. No es un capricho el citar a la cabra, obsesión de algunos escritores que conformarían un coro excitado (choro lascivo), como Francisco Umbral, quien dijo que la cabra es monstruosa porque tiene cabeza de doncella y sexo de vieja.
            Los orientales nos dieron libros de posturas originales, es cierto, pero más parecen posiciones para gimnastas que para salidos, que es lo que somos la mayoría que no denigramos el sexo. Porque como dijera el reverendo Buda Gub: “haz a menudo el amor, aunque tengas que hacerlo con otro”. Y eso que ya a mi edad comienza a ser verdad la máxima que dice que una buena giñada es siempre mejor que un mal polvo. Cambiemos la palabra giñada por meada (maldita próstata) y la frase me definiría perfectamente. No sé la edad de Sánchez Dragó, creo que es mayor que yo, pero él, con sus conocimientos de sexo tántrico, o del tao del sexo, tanto monta, es capaz de dar satisfacción a una legión de huríes, no todas de edad reglamentaria. Termino con una advertencia árabe: “si no dan plena hartura a las demandas de su cuerpo, los despojos de su carne famélica aullarán sordamente como hienas de sombra por los siglos de los siglos”. Amén.


Zaragoza, 28 de septiembre de 2016

miércoles, 21 de septiembre de 2016

No hay uniforme inocente, salvo el desnudo

¿Han comprobado el cambio de personalidad que conlleva el llevar uniforme? ¿No han notado el empaque orgulloso y los ademanes soberbios de esos uniformados porteros de hoteles o fincas urbanas? En mi juventud, los porteros de muchas casas llevaban uniforme. Eran casas de ricos, claro. La mayoría eran uniformes grises (como sus conciencias) y para entrar en el portal poco menos que tenías que rendirle pleitesía. Inquisidor, mal encarado, con ínfulas de carcelero, embutido en su pompa monocroma te machacaba a preguntas para averiguar a quién ibas a ver y para qué, y si te dejaba pasar te seguía con la mirada, una mirada que sentías que te atravesaba la espalda. Lo mismo sucedía con los serenos (yo no llegué a conocerlos) o los guardas de los parques, tan pintorescos, pero con carabina, que sí conocí en mi infancia. Si incluimos a la sotana dentro de los uniformes, tenemos el cuadro completo. Esos mismos personajes, en camiseta de tirantes y calzoncillos, serían seres normales, prójimos queribles. En uniforme se creen semidioses, criaturas arrogantes, animales soberbios, capaces, como el general Nivelle en la II Guerra Mundial, de enviar a la muerte a 40.000 soldados para no admitir lo absurdo de una decisión precipitada de ataque. Aún creyó merecer medallas por su arrojo. Eso sólo lo puede hacer un hombre en uniforme. Ah, qué promiscuidad esas largas casacas, con botones de damasco y difumino de humedad en los pliegues. Incita a infundir respeto con pleonasmos enfáticos. Un hombre en camisa, tirantes y pantalones de pana es incapaz de enviar a miles de personas hacia la muerte. El uniforme, en este caso militar, también tiene la virtud de reducir el cerebro. Así, Eduardo Galeano nos regala estas frases emitidas por altos militares suramericanos: “¡Estamos ganando la tercera guerra mundial!”, “¡Hemos dado un giro de 360 grados a la historia nacional!”, “El Espíritu Santo conduce nuestros servicios de inteligencia”. Al final tengo que darle la razón a Abbie Hoffman: “Todos los uniformes son enemigos”.


Zaragoza, 20 de septiembre de 2016