miércoles, 21 de septiembre de 2016

No hay uniforme inocente, salvo el desnudo

¿Han comprobado el cambio de personalidad que conlleva el llevar uniforme? ¿No han notado el empaque orgulloso y los ademanes soberbios de esos uniformados porteros de hoteles o fincas urbanas? En mi juventud, los porteros de muchas casas llevaban uniforme. Eran casas de ricos, claro. La mayoría eran uniformes grises (como sus conciencias) y para entrar en el portal poco menos que tenías que rendirle pleitesía. Inquisidor, mal encarado, con ínfulas de carcelero, embutido en su pompa monocroma te machacaba a preguntas para averiguar a quién ibas a ver y para qué, y si te dejaba pasar te seguía con la mirada, una mirada que sentías que te atravesaba la espalda. Lo mismo sucedía con los serenos (yo no llegué a conocerlos) o los guardas de los parques, tan pintorescos, pero con carabina, que sí conocí en mi infancia. Si incluimos a la sotana dentro de los uniformes, tenemos el cuadro completo. Esos mismos personajes, en camiseta de tirantes y calzoncillos, serían seres normales, prójimos queribles. En uniforme se creen semidioses, criaturas arrogantes, animales soberbios, capaces, como el general Nivelle en la II Guerra Mundial, de enviar a la muerte a 40.000 soldados para no admitir lo absurdo de una decisión precipitada de ataque. Aún creyó merecer medallas por su arrojo. Eso sólo lo puede hacer un hombre en uniforme. Ah, qué promiscuidad esas largas casacas, con botones de damasco y difumino de humedad en los pliegues. Incita a infundir respeto con pleonasmos enfáticos. Un hombre en camisa, tirantes y pantalones de pana es incapaz de enviar a miles de personas hacia la muerte. El uniforme, en este caso militar, también tiene la virtud de reducir el cerebro. Así, Eduardo Galeano nos regala estas frases emitidas por altos militares suramericanos: “¡Estamos ganando la tercera guerra mundial!”, “¡Hemos dado un giro de 360 grados a la historia nacional!”, “El Espíritu Santo conduce nuestros servicios de inteligencia”. Al final tengo que darle la razón a Abbie Hoffman: “Todos los uniformes son enemigos”.


Zaragoza, 20 de septiembre de 2016

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