La
revolución tiene grandes defensores y grandes detractores. A veces la misma
persona durante su juventud la apoya y la execra de mayor. Pero, ¿qué motiva
una revuelta tan grande que sea catalogada después por los historiadores como
revolución? Para Max Stirner era el material inflamable de la propiedad el que
proporcionaba el fuego de las revoluciones. Otras veces es la injusticia, tan
pronunciada, tan insufrible, de los gobernantes lo que prende la mecha. Casi nunca
se hace una revolución porque sí. Ni siquiera las ideologías más radicales
consiguen mover a la gente si les falta el acicate de la opresión extrema. Un
pueblo satisfecho y bien alimentado no es revolucionario, es un pueblo que respeta
humilde los antiguos muros, léase tradiciones. Todavía
estamos lejos de lo que Camus denominó “revolución armoniosa”. Las únicas
revoluciones que ha conocido el hombre están teñidas de sangre. Su mise en scène semeja la teatralización
del abismo. Quizá no exista otra forma. Saint Just, al comienzo de la
revolución francesa, junto con Robespierrre, se pronunció contra la pena de
muerte. Quería que las penas se limitasen a que los criminales vistieran de
negro durante toda su vida. Quería una justicia revolucionaria que no tratase
de hallar culpable al acusado sino “débil”. Robespierre y Saint Just murieron
guillotinados. Sin vestir de negro, una cuchilla les rebanó los pescuezos con
furor revolucionario. Quizá tenga razón Milorad Pavic y aquel que quiera
cambiar el mundo deba volverse peor que ese mundo. Hombres puros como ángeles y
orgullosos como demonios. Pero no estaría de más recordar que cuando la utopía
llama entra por la puerta el terror. Un terror que, de mantenerse, como bien
dijera Octavio Paz, delata que el Estado Revolucionario ha degenerado en
cesarismo.
Zaragoza,
31 de agosto de 2016
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