La
revolución se hace, antes que con cuerpos doctrinales, con consignas y
símbolos. La hoz y el martillo y unos cuantos eslóganes realizaron la
revolución bolchevique. Ninguno de los que lucharon en las filas comunistas se
había leído los libros de Lenin y aún memo ese mamotreto de Marx llamado El
capital. Bueno, a lo mejor algunos, como Trosky, pero así le fue.
Bastaba para tomar el Palacio de Invierno un efusivo orador, un puño cerrado en
alto y una bandera roja. Con la revolución cubana sucedió lo mismo. Ninguno de
sus defensores, o muy pocos, habían leído a Martí, al que después proclamaron
precursor de su revolución. Y ahora, entre los que defienden la revolución
cubana, ¿quién se ha leído los discursos de Fidel o los libros del Che? Pero la
foto del Che con boina y la estrellita en su centro han desperdigado la
revolución, o sus intentos, por todo el orbe. Y también las barbas de Fidel, recién fallecido, con su sempiterno habano en la boca. Sin embargo hoy, con la paranoia que
producen los fumadores, esa imagen es casi un testigo de cargo contra la revolución.
Bastaría reunir revolución y tabaco para desprestigiarla en medio mundo. De
nuevo jugamos con los símbolos. Estoy seguro de que la próxima revolución, si
ello es hoy posible, será una “revolución sin humos”. Y no se referirá a los
humos que salen de las bocas de los fusiles sino a que serán revolucionarios no
fumadores, grandes recicladores, defensores de la comida ecológica y usarán
balas sin plomo. Y echarán en cara al capitalismo no la opresión y alienación
de los trabajadores sino su creciente contaminación y desestabilización
climática del planeta. Una revolución verde, comandos de Gaia para salvaguardar
la naturaleza. Una naturaleza anti-tabaco, anti-taurina y anti-grasa. Y
ocurrirá lo que ocurre con las revoluciones: que llegan, pero no será la
deseada, será otro tipo de opresión. Y vuelta a empezar.
Zaragoza,
30 de noviembre de 2016