Es
el sexo el que mueve al sol y a las otras estrellas, no el amor. El sexo
desatado del macho, en celo permanente, es el motor del heroísmo, de la
ambición, de las conquistas. El poder y el dinero son sólo medios para acceder
al sexo, único objetivo, o al menos el principal, del hombre. La religión y la
cultura, es decir el miedo y el raciocinio, apenas si pueden aplacar este deseo
de poseer cuerpos. La genética podría ser una parte de la explicación. El
apetito sexual viene determinado por la necesidad de procrear que nos
transmiten nuestros genes. Cuando esta urgencia genética se da en exacerbo, se
puede resumir en este apotegma neo-darwinista: “el pollo es sólo el medio que
tiene un huevo de tener otro huevo”. Pero este mandamiento evolucionista, como
he dicho, sólo puede explicar en parte el apetito sexual del hombre, casi
perenne. Y cuando la fisiología no basta, acude en nuestra ayuda la cultura y
nos da el sexo sin reproducción, placer sin responsabilidad, panacea del homo sexualis. La cultura creó la prostitución.
Y también el amor de rosas sobre piano. Y otros arbitrios, pues como dice un
dicho árabe: “para procrear, las mujeres, para el placer, los efebos, para el
deleite, los melones”. La parte de los melones es puramente cultural. Y no
importa que las civilizaciones criminalicen el sexo. Ya Freud nos enseñó que la
civilización se fundaba en la represión de los instintos. Pero para la urgencia
sexual no hay cortapisas ni valladares. En todas las sociedades, incluso en las
más puritanas (a veces sobre todo en las más puritanas) han prevalecido las
casas de lenocinio, lugares donde poder solazarse con fornicatrices, también
llamadas daifas, suripantas, perendecas, pupilas, pelanduscas, meretrices,
rameras, y cientos de nombres más, lo que demuestra su arraigo y universalidad.
Sin sexo las ruecas se detienen, ningún canto mágico escande ya la rotación del
torno. Y es entonces grande consuelo tener la taberna por vecina.
Zaragoza, 23 de noviembre
de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario