Hoy
en la radio he oído decir a un contertulio que se está exagerando la frontera
para que una molestia o problema que siempre ha existido se convierta en un
trauma o un problema social que hay que erradicar con presteza. En concreto se
refería a esa estadística de algún organismo tutelar que afirma que uno de cada
cuatro alumnos escolares sufre acoso. Él no creía que tal cifra fuera posible.
Yo tampoco. Pero analizando el informe se descubre que para poder engrosar la
lista de los acosados basta con que se hayan reído de alguien en clase o que le
hayan puesto un apodo. Esto explica la alarmante estadística. Pero, ¿de quién
no se han reído en clase? ¿Quiénes no han sido alguna vez importunado por el
matón del curso? ¿Quién no ha tenido que aguantar que le llamen por un apodo?
Yo he sufrido todas estas calamidades (no de forma simultánea, ni crónica ni
persistente, claro) y no me he considerado objeto de acoso, o por lo menos no
en el grado de necesitar tratamiento o defensa. Bien es cierto que no me
gustaba y que si me topo algún día con alguno de aquellos tipos les mandaría a la
mierda (no les rompería la cara porque si en aquel momento eran más fuertes que
yo, asumo que lo seguirán siendo; claro que si fuese en silla de ruedas, y hubiera
cerca una pendiente…). En fin, que el acoso se da, nadie lo niega, y es posible
que en estos tiempos de enseñanza obligatoria haya aumentado la cifra, pero
decir que uno de cada cuatro chavales sufre acoso en la escuela es agarrársela
con papel de fumar. A este paso veremos a los chicos denunciar a sus maestros
por suspenderles (menudo trauma para el pobre alumno) o a sus padres por no
dejarles jugar a la consola, un derecho inalienable del niño de hoy. No nos
pasemos. Ni pasemos, ojo.
Zaragoza, 19 de abril de 2017
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