¿Qué es la felicidad? ¿Cómo podríamos
definirla, explicarla, o mejor: alcanzarla? Nos referimos a esa meta
indefinible de los seres conscientes, esa zanahoria existencial, esa imaginaria
sublimación de la dicha, esa ilusoria ataraxia en el goce. Sin querer casi
hemos definido la felicidad y no llevamos sino unas pocas líneas. Pero en
realidad lo que me interesa aquí es dejar constancia de cómo ven este celebrado
concepto los grandes escritores, pensadores y poetas.
Decía
Gómez de la Serna, Don Ramón, que la felicidad consiste en ser un desgraciado
que se sienta feliz. Escepticismo carpetovetónico. Josep Pla considera que la
indiferencia hacia el mundo es la felicidad. Concepción cercana al budismo,
casi un nirvana made in Palafruguel, nirvana iluminado por esa
luz clara y húmeda del Mediterráneo. Sin embargo Pessoa, D. Fernando, nos
asegura que la felicidad está fuera de la felicidad. Y nos advierte contra
aquellos que pretendan inventar la máquina de hacer felicidad. Claro que no sabemos
por qué nos pone en guardia contra tales mecanismos. Podría ser la solución
ideal. Felicitas ex machina. ¿Es la felicidad la alegría? J.D.
Salinger nos enseña que la felicidad es un sólido y la alegría, un líquido.
Salinger, como buen guardián entre el centeno, conocía como nadie la química
del alma.
Francisco
Umbral nos informa que de la dicha sólo tenemos el recuerdo, nunca la
experiencia. ¿Será verdad? Quizás tenga razón Hermann Hesse cuando nos asegura
que la felicidad es un “como”, no un “qué”, un talento, no un objetivo.
Nietzsche nos descubre, por otro lado, que es su poco lo que da valor a la
felicidad. Su poco, y para pocos, como nos lo recuerda el gran Shakespeare:
“Oh happinness enjoyed but of a few,
and,
if possessed, as soon decayed and done”.
Lo que es cierto es que la felicidad no
es algo que se alcance fácilmente. Y algunos, por su circunstancia, lo tienen
más difícil. Como T.E. Lawrence: “Yo nunca seré completamente feliz, con la
felicidad de esos tipos que encuentran el néctar de la vida, y su elixir, en el
estremecimiento de una glándula seminal”. Este descreimiento de la felicidad,
de hacer caso a Fernando Savater, forma parte del proceso normal de la
existencia: “Descreer de la felicidad es una forma de escepticismo a la que
todo el mundo llega antes o después; hay quien se lo toma por la tremenda, pero
la mayoría prescinde de ese enfático concepto con resignación e incluso con
alivio”. ¿Significa esto que todo el mundo debe resignarse a ser desdichado, o
que la felicidad no existe? Problema menor este de la infelicidad si hacemos
caso a Hermann Hesse: “La infelicidad, cuando se domina, se convierte en
felicidad”. El problema es dominar la infelicidad, potro bravo que apenas se
deja montar y con quien la fuerza bruta apenas sirve. Se necesita talento,
arrobas de talento, y quizás humildad. Aleister Crowley, de profesión sus
magias, dice que sólo aquellos que han deseado lo inalcanzable son felices. La
felicidad como ambición, como desmedido objetivo. Y es que hay muchas formas de
imaginar la felicidad. Algunos la ven como un sometimiento a la rutina de la
existencia. Es más, Rodrigo Fresán, escritor argentino, sostiene que la
interrupción de una rutina por otra forma de rutina puede ser una de las tantas
versiones del paraíso. Paraíso cuántico, saltos indeterminados de paquetes de
rutinas que describen órbitas en torno a un centro/núcleo de dicha. Aunque
también los hay pesimistas del todo, como Frank O’Connor: “Incluso si sólo
quedaran dos hombres sobre la tierra y ambos fueran santos, no serían felices.
Alguno de ellos intentaría mejorar al otro. Así es la naturaleza de las cosas”.
¿Debemos
terminar aquí, con este sombrío panorama, nuestro corto periplo por el concepto
felicidad? No, por una vez, y sin que sirva de precedente, dejemos un margen de
esperanza a la felicidad y digamos con el Maharishi Mahesh Yogui:
“El
hombre nace para ser feliz”.
Quien
quiera entender, no entienda.
Zaragoza 2 de septiembre de 2019
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