Críticas
eliterarias
Sherlock Holmes
o
la heroína y el héroe
Sabido
es su afición por cierta droga del más preclaro de los detectives habidos. No
es extraño que en sus obras este adalid de la investigación interrumpa sus
chirridos de violín para coger la goma, el polvo blanco y la hipodérmica.
Después de la toma es cuando toma esa actitud tan suficiente que deja al pobre
Watson preguntándose What’s on? Y ahora, después del libro de Sean Connelly, La heroína como el sustento del antihéroe
(Drog Barral, 1995), este personaje queda al descubierto al podérsele aplicar
el argumento de drogadicción para su insistente perseguir maleantes por la
ciudad. El autor se preguntó, ¿qué perseguía Sherlock por los docks de Londres y demás lugares de
dudoso vivir? Y tras arduas investigaciones llegó a la siguiente conclusión:
Sherlock perseguía a todos los camellos de la rivera del Támesis para poder
satisfacer su adición al caballo. Esta debilidad era conocida por Scotland
Yard, quienes en ocasiones le suministraban la alba sustancia a cambio de sus
poder deductivo, resultando en beneficiosos éxitos para la policía británica,
como en el caso del carbunclo desaparecido, que halló Holmes en el ojo del
embajador de Lituania, pintado con iris y pupila, en lugar del habitual ojo de
cristal del dignatario, pero que Holmes descubrió merced a su sagacidad: las
mujeres no dejaban de admirar el ojo del embajador, lo que dio a nuestro
detective la pista, pues las mujeres sólo tienen aprecio por las joyas y no por
los órganos corporales, al menos de los que se ven. En el caso de los siete
napoleones, fue Holmes quien descubrió que las estatuas escondían, tras una
primera capa de yeso protector, cocaína pura proveniente de Colombia. Y todo
gracias a que, estando con el mono, su síndrome le llevaba a acercarse a los
bustos y lamerlos como un perro vicioso. Watson también relata en otro de sus
casos (Estudio en escarlata), como Holmes, después de una dosis
de material puro, descubrió al falso decorador real simplemente percibiendo por
la decoración escarlata de su estudio de Regent Street, que éste era daltónico,
y por lo tanto no era idóneo para seguir guiando los gustos en el vestir de la
familia real. No obstante, la influencia de este falso decorador y estafador
del gusto penetró tanto en la casa real de Inglaterra que sus descendientes
poseen todavía un pésimo gusto a la hora de elegir sombreros.
Watson se queja en sus
memorias que Sherlock nunca le consultase como facultativo, que portase su
propio botiquín, y que cierta vez que le preguntó qué eran esos polvos blancos
que tenía en una bolsa, Holmes le respondiese que bicarbonato. Relata el ayudante
del genial detective cómo de vez en cuando Sherlock se encontraba mal, tiritaba
de frío y se excusaba para meterse en los servicios de Waterloo Square, u otra
plaza de igual renombre, de los que salía totalmente recuperado y con ansias de
seguir pistas. Tampoco llegó a sospechar nunca el buen ayudante cuando en el
declive del detective, sin casos que llevarse al cerebro, su casa de Baker
Street se convirtiese en punto de encuentro de gente rara y descuidada, sujetos
sumidos en crisis de nervios, con ojeras y manga larga incluso en verano. Ahora
se conoce que el genial detective se dedicaba a camello para poder financiar su
propio consumo y que desde Baker Street lo mismo solucionaba la abstinencia de
un colgado que hallaba el paradero de una esposa fugada, únicos casos que el
vecindario atrevíase a encargarle.
Sean Connelly muestra al héroe
subyugado por la heroína, muestra al hombre necesitado bajo el disfraz de
detective infalible, al individuo vencido que al final de su vida vendió por
unas pocas dosis todos sus recuerdos a un periodista de fortuna llamado Conan
Doyle. Descanse en paz el prototipo de investigador, huélguese en el Parnaso de
los héroes junto a los principales suministradores del opio de los pueblos.
Lambert O'Really
Crítico de su Majestad
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