Artistas extravagrandes IV
Al pintor austriaco Gustav Klimt no
le gustaba viajar fuera de su país, por lo que solía evitarlo. Para hacerlo
salir del país se le planificó un viaje a Italia. Amigos del pintor le meterían
en el tren y en Florencia le esperaría su amigo Carl Moll. El tren llegó, y
Moll estuvo esperando al otro lado de la barrera mientras los pasajeros iban
bajando, pero no se veía a Klimt por ninguna parte. Moll empezó a buscarlo por
la estación, y al final lo encontró sentado, con su maleta, en la sala de
espera. Cuando se le preguntó qué habría hecho si Moll no lo hubiera
encontrado, Klimt contestó que se habría subido al próximo tren de regreso a
casa.
A Klimt no le gustaba que lo
interrumpieran mientras trabajaba y se negaba a que sus amigos fueran a su
estudio. En lugar de eso, recibía visitas a la hora del desayuno, una práctica
que acabó convirtiéndose en ritual. Cada mañana Klimt caminaba a buen paso hasta
el café Tivoli, del que era cliente asiduo. Se le servía un suculento desayuno
al que él añadía, según un observador, «chorros de nata montada». A los amigos
se les permitía dejarse caer por allí para charlar, pero después de eso el
artista regresaba sólo a su estudio, donde trabajaba sin interrupción hasta la
hora de la cena.