Este es el
año en el que se conmemora el centenario del nacimiento de Julio Cortázar.
Antes de que acabe, deseo homenajearle con este breve relato que hice ya hace
tiempo en su memoria. Lo he titulado El
cronopio de los pueblos.
El Cronopio de los pueblos
Julio dio una nueva chupada al cigarrillo y miró por la ventana de su
compartimiento. El tren discurría por campos que le recordaron a los de su
infancia en Banfield, páramos resecos, tramos de tundra triste que removió sus
recuerdos, convocando en su magín tropel de momentos únicos y maravillosos;
como cuando descubrió, a tontas y a Lucas, que las mesas levantaban una pata
cuando se quedaban solas; cuando a solas en sus alturas, decidió escribir en la
fama contra los famas; cuando recaló en París, ciudad encantada, de recibirle
contenta, dejando atrás a le petit che Perón rouge, lobby´s homme dueño de una
dama que levita. No evita, no, que afloren recuerdos de Buenos Aires, sus
cuadras, los colectivos, los jardines de Agronomía, una cama en un departamento
de Maipú y los malos aires de un puerto desde donde zarpan Persios metafísicos.
También rememora cuando, brumoso Mr. Fogg, trató de dar la vuelta al día en
ochenta mundos.
Julio expulsó el humo que había retenido, en
disfrute, dentro de sus pulmones. Por la brecha abierta en su fantasía,
vislumbró a una Maga, hechicera de Oliveira, a quien sometiera con encantos de
jazz, sorbos de mate y gatos, muchos gatos. Y recordó, junto con 69 modelos
para amar, cuando de joven traducía dear John french letters a las pindongas,
cartas muchas de ellas hacia el otro lado, loverseas. Quizás fuera ése el
germen de sus prosas de conservatorio, prosas en las que cabían todos los
fuegos, el juego. Vislumbró en su acuosa imaginación de axolotl marcas de greda
en el suelo y las casillas, siempre las casillas, y a Charlie Parker dispuesto
a disputar el último round de su vida, y a un tal Morelli, desencasillado,
refutando desde su cama de hospital la cruenta lógica de los famas. Y evocó a
todos sus amigos, sus cómplices, todos, salvo el crepúsculo, descifrando el
libro de Manuel. Y se acordó de esa carta recién recibida de un admirador, que
le decía: “Te queremos tanto, Julio, que por ti bucearíamos en la Cuba de la
abundancia y pondríamos velas a San Dino, por ti, Julio, seríamos ése que anda
por ahí”.
Julio dio otra chupada
al cigarrillo. El paisaje pasaba rápido por la ventana. La carta terminaba así:
“Agradecemos de tu prosa sin prisa los guiños, engaño de dueños, mariprosas
ilusionistas dignas de un filantrópico de cáncer. Inseparable de tu cigarrillo,
tú, perseguidor de Glenda, a quien querías tanto y que perdiste en la
cosmopista que se dirige al sur. Nosotros, Julio, almacenaremos en nuestro
magín tus cuentos, nosotros, Julio, que te leemos con tanto contento”.
Julio
apagó el cigarrillo y lo aplastó, cuidadosamente, en el cenicero del respaldo
del asiento delantero. Colocó una de sus largas piernas sobre la otra, ajustó
los hombros sobre el rincón que formaba el asiento con la ventanilla y sumiose,
Julio CortaZaratustra, en ensoñaciones de cronopio.
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