Qué
pocos humanos se conforman con pasar la vida sin dejar rastro, siquiera una
pequeña estela que les recuerde cuando ya no estén. La forma tradicional y más
sencilla de dejar un recuerdo son los hijos, que a su vez tienen hijos, etc.
Pero esta forma de inmortalidad “biológica” dura como máximo dos generaciones.
El hombre necesita más. Necesita siglos, milenios. Y eligió las artes, la
filosofía, la ciencia. Leonardo Da Vinci vive entre nosotros, Shakespeare y
Cervantes son leídos (y recordados) todos los días. Y eso produce envidia, y
acicates. Y entonces los humanos tratan de, por sus obras, o gestas, vivir para
siempre en parnasiana apoteosis o morir en el intento. Aspiración que contrasta
con los que, encarrilados hacia la fama póstuma, tratan de denigrarla, quitarle
importancia, no se sabe si para disuadir a posibles competidores o por falsa e
hipócrita humildad. Así, Rimbaud decía que la eternidad apenas si era el mar
mezclado con el sol, Breton exclamaba: “¡Eternidad, eternidad! ¡Déjenme primero
contar hasta diez!”, y Francisco Umbral, ante la pregunta de lo que la
eternidad fuera, contestó altivamente que “cal y fosfatos”. Otros autores
fueron más allá, como Ramón Gómez de la Serna, que nos dijo: “Ya soy inmortal,
¿y ahora qué?” Pues a descansar, tonto, a pasearte y mirar en Google cuántas
entradas tienes al teclear tu nombre. Claro que en tiempos de Ramón no había
Internet. (No quiero imaginarme lo que hubiera dado de sí un supra-imaginativo
Ramón con una herramienta como Internet). En fin, que quienes han alcanzado los
umbrales de la inmortalidad, la fama póstuma, tratan de inculcarnos a los demás
el desprecio a la misma. Ya lo supo sabiamente la Iglesias de los SubGenios:
“El poder corrompe, pero la esperanza de conseguir la inmortalidad, corrompe
todavía más”.
Zaragoza,
18 de julio de 2016
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