La
pereza es vicio que se nos achaca a los españoles. Dejar para mañana lo que el
centroeuropeo, paradigma de la diligencia, hubiera realizado anteayer, o quizás
antes. ¿Pero es tan desaconsejable la pereza, la indolencia, la pigricia? ¿No
dicen que la filosofía nace del ocio? ¿Y qué es el ocio sino una pereza con
pedigrí etimológico? La pereza, se nos dice, conduce al fracaso. Pero, ¿qué es
el fracaso? Para Umbral fracasado es el que a los cuarenta años viaja en metro.
Pero eso sería en sus tiempos, tiempos de pantalones de tergal y camisas
terylene. Hoy cualquier estúpido inunda las calles con su utilitario o 4x4,
dejando el transporte público para los aristócratas de los desplazamientos, los
ecologistas, los antiglobalizadores que pasan de los autos y su bombo
mediático. Porque, yo me pregunto: si alguien se propone fracasar y tiene
éxito, ¿ha triunfado o fracasado? Eso es lo que nos pasa. Queremos algunos
fracasar para al menos tener el consuelo de ese éxito. Éxito pírrico, de
acuerdo, pero éxito al fin. Y no olvidemos que la pereza, como el tedio, es
inefable. Nadie puede distinguir la pereza de la contención, del hastío
productivo, del ocio filosófico. Pereza es cese del ansia y la sed de
los oficios, es renunciar a la triste
lotería de la libertad que es tener que improvisar. La diligencia es un
atavismo. Recuerdo que mi padre, gran perezoso, solía decir que le gustaba
madrugar para estar más tiempo sin hacer nada. ¿No vale esa actitud toda una
filosofía? Quien no se deja poseer por la pereza no alcanzará a sentir el sabor
profundo de la vida, la riqueza de esa madre que crece en el fondo de la
vasija. La felicidad se enseñorea, nos dice Gil-Albert, de aquel que vive
apremiado entre el trabajo y las diversiones. Y ello le condena a ser criatura
dispuesta al salto supremo de la bienaventuranza. Morir cada día en la pereza
para resucitar al día siguiente, y sucumbir de nuevo.
Zaragoza,
25 de julio de 2016
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