miércoles, 26 de octubre de 2016

El amor, ese autobús de línea llamado deseo

La frase que emite la mujer del dibujo, imita la frase del personaje femenino de la obra de Tennessee Williams, Un tranvía llamado deseo. En la época que sitúa el dramaturgo la obra, había tranvías. Hoy ya no los hay. O son tan modernos que no semejan tranvías. No como los de antes, con su traqueteo decimonónico. La frase, como es fácil interpretar, es un poco despectiva con este sentimiento considerado el más sublime que puede experimentar un ser humano. Lo reduce a simple deseo, inclinación animal, un mero producto de instintos primarios. Es un concepto del amor que huye de ese pisar nubes y lo emparenta con el hedor de las mucosas, un pasatiempo para satisfacer los deseos del bajo vientre. Pero están los otros, los que elevan este sentimiento de atracción a un sol cuando este sale con toda su fuerza, a una pasión capaz de mover el cielo y las estrellas. Y luego van por ahí ufanos, alegres, altivos, rompiendo el aire cual el pardo jilguerillo, y componiendo epitalamios de sentimentalidad pegajosa. El peligro de esta concepción es que se termina amando la idea del amor y no el amor a una persona. A este respecto cuenta el místico musulmán Ibn Arabí la historia de un enamorado que gime llamando a su amada ausente: “Leila, Leila…”, y cuando ella por fin se presenta, él le dice: “retírate, no me quites el placer de mi dolor”. Y sigue gimiendo: “Leila, Leila…” A menudo sucede esto con la ausencia del ser querido, que llegamos a amar su ausencia, no a ella (o a él). Porque este sentimiento, que a cada experimentador le parece único, se limita a repetir frases y lugares comunes, y actos que todos los amantes han repetido antes que ellos. Y ahí radica su miseria… y su grandeza. Pareciera que, ave fénix, el amor renaciese de la ceniza de cada enamorado. Pero no minusvaloremos lo que este sentimiento debe al deseo, a la carne, a la concupiscencia, a la genética. Porque el amor es fácil si la carne es tersa. En la vejez, el único amor posible es el que describe Unamuno: “No siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer, pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas”. Sí, eso también es amor.


Zaragoza, 26 de octubre de 2016

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