miércoles, 19 de octubre de 2016

La más excelsa de las artes

La música ha recibido los más altos elogios dentro de las artes: la más refinada, la más sobrehumana, el único placer sensual sin pecado, idioma donde se acaban los idiomas. Incluso se llegó a decir que sin música la vida sería un error. Y no todos los que han proferido estas alabanzas son músicos, que serían juez y parte. Esta “aritmética secreta” (Leibniz) es quizás el arte que más distancia pone entre su materia y el profano. En la pintura, por ejemplo, tener dos ojos y un poco de refinamiento cultural suele bastar. Tampoco sería suficiente, pero la distancia entre del observador con el pintor no es tan grande como en el caso de la música, donde dos oídos no bastan. Incluso saber descifrar un pentagrama no suele ser suficiente. Veo un pequeño abismo entre el compositor y el oyente, a no ser que el oyente sea un compositor o personaje de similar talento y oficio. Tampoco es fácil para el compositor definir o explicar lo que compone. Cuando a Schumann se le pidió en una ocasión que explicara una composición difícil, se sentó al piano y la interpretó una segunda vez. La explicación es la propia melodía. Imagínense que alguien, después de escuchar las coloridas melodías de Mozart, donde todo es alegría sonora, le preguntase a su genial autor de qué pozo profunda sacaba algo tan bello. No esperaría una respuesta del tipo: “Si la gente viese mi corazón se sentiría avergonzada. Para mí todo es frío, frío como el hielo”. Y sin embargo, son palabras de este demiurgo musical, el productor de la música más cálida que darse pueda. Y es que, como dijera George Steiner, cuando se habla de música, el lenguaje cojea. Es un renquear de impotencia, un no poder seguir la marcha armoniosa y veloz de este aliento de las estatuas (atem der Statuen), que dijera Rilke.


Zaragoza, 19 de octubre de 2016

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