¿Se
contagia la crispación política? ¿Pueden sus señorías trasmitirse entre sí
enfermedades de intolerancia? Yo así lo creo. En estos últimos tiempos (esto lo
escribí en 2012, pero sigue siendo vigente) asistimos a un encono parlamentario
sin precedentes. Y el culpable es un virus nacionalsocialista que ha afectado
primero a los diputados de derechas y que ellos tratan por todos los medios de
contagiar al resto de grupos parlamentarios. El desplante, la palabra soez, la
risa rencorosa, la difamación, son sus principales efectos. Unos efectos que
comienzan a verse repetidos en el resto de los grupos. Y ni siquiera ha servido
la cuarentena de las vacaciones. Los agentes patógenos han arraigado en el
hemiciclo y tras el lapsus veraniego han vuelto a infectar a las señorías que
fueron los primeros portadores. Con razón decía Hunter S. Thompson que la
política es una enfermedad de animalillos sucios. Pero a este maestro del
periodismo gonzo le faltó añadir que era una enfermedad infecciosa. Y sin
vacuna conocida. Hay un remedio traumático: la guerra civil, pero es un remedio
que es peor que la enfermedad. Aunque muchos de los primeros infectados, con el
ánimo soberbio de los vencedores parecieran buscar esta drástica cura. No se
acuerdan, o prefieren no hacerlo, que ya una vez se utilizó este sistema de
curación y que fue en vano, pues la enfermedad, medio siglo después, vuelve a
reproducirse. Sólo el exterminio total sería una solución efectiva. Muerto el
perro se acabó la rabia. Pero claro, los portadores de este virus no podrían
entonces construir viviendas sin ton ni son, arramblar con el dinero de las
arcas públicas, regodearse en la corrupción y fomentar el empleo precario y las
hipotecas basura. Sólo este quehacer malsano, que a ellos les permite disfrutar
de la vida, impide el exterminio total. Porca
miseria.
Zaragoza,
22 de febrero de 2017