Si a
la fotografía de arriba se le quitase el bocadillo, la escena pasaría de causar
risa (o dibujar una sonrisa) a causar pena. Una cola de personas que esperan para
hacer trámites, aunque no sea para conseguir empleo, es algo que causa pena,
cuando no lágrimas. Podría, por unir dos chistes, haber puesto un bocadillo al
funcionario que, a la derecha, con las gafas en la mano, mira cómo su compañera
sale del apuro, que dijera (el bocadillo): “Vuelva usted mañana”. Pero, la
verdad, maldita la gracia que le haría al solicitante. Y es que el humor, en
muchos casos, se crea con el contraste: hacer de una situación penosa una
divertida por medio de una incongruencia o una salida no esperada. Porque el humor,
como dijera Mark Twain, proviene de la amargura. En el Paraíso no hay
humorismo. Ni en las religiones monoteístas. Aconsejaba Mahoma no reír en
exceso, porque el excesivo reír debilita el corazón. Y prohibía a sus
discípulos hacerse bromas. Del humor de San Pablo y San Agustín mejor no
hablar. Basta leer sus escritos. Los judíos ortodoxos con rizos de adolescente
bajo sombreros negros no saben sino lamentarse y pegarse de cabezazos frente a
un muro milenario. Sólo algunos monjes zen son capaces de concebir el humor.
Caro que muchos no llamarían al budismo zen una religión. Yo tampoco. Todo sea
para mayor honra del zen. Y es que la risa es, por definición, cosa de herejes,
de ateos, de descreídos y escépticos. Los fanáticos y los creyentes no saben reír.
Y es que dios ahoga, pero no aprieta. ¿O es al revés?
Zaragoza,
09 de febrero de 2017
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