A
menudo, demasiado a menudo, entre los hombres y la libertad se halla un
uniforme. Incluso en las sociedades denominadas libres, la presencia de
uniformes nos impide a veces aprovechar la libertad hasta su límite, si es que la
libertad, como la belleza o la bondad, puede tener límites. Si nada puede ser
demostrado demasiado bello o demasiado bueno, ¿puede algo ser demasiado libre?
La única limitación para ejercer la libertad debe ser para los enemigos de la
libertad. Es una paradoja, pero explicativa y necesaria. Es otra manera de “ser
intolerantes” con los intolerantes, que dijera Karl R. Popper. Y de eso saben
mucho en el norte de esta España nuestra, o suya, o de quien sea. Pero la
libertad no es una filosofía, ni una teoría, es una posibilidad, una
posibilidad que se renueva cada vez que alguien se enfrenta al poder, cada vez
que se denuncia una injusticia, cada vez que damos nuestro apoyo a los débiles
y oprimidos. Decía Azaña que quizá la libertad no haga felices a los hombres,
pero al menos, los hará hombres. Porque no queremos la libertad de la
resignación, esa que cantaban/alababan los estoicos, una libertad en la imperturbabilidad,
en la pobreza, en el hambre. Queremos una libertad que se ejerza, pero una
libertad que no ejerza. Algo tenue, sutil, que apenas se note, pero que permita
al ciudadano respirar mejor, pensar mejor, ser mejor. Una libertad que tiene
precio, como bien sabía Jefferson, y ese precio es la continua vigilancia. Pero
este precio, como acertadamente advirtiera S. J. Lec (que no era jesuita a
pesar de las iniciales), disminuye cuando crece la demanda. Cuanto más seamos
sus partidarios, menor será el precio a pagar. Nuestra libertad, además, ha de
ser una espontaneidad ligada a la inteligencia, no la libertad del que está
dispuesto a morir de hambre, no la libertad del pájaro sino la libertad de la
flor. Y recordad que aquel que es libre no lleva armas.
Zaragoza,
25 de enero de 2016
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