miércoles, 27 de septiembre de 2017

Reflexiones en torno a la muerte

Decía Epicteto: “Recuerda que eres una inteligencia que lleva de paseo a un cadáver”. Pero nos obstinamos en no recordar y sólo nos acordamos de la muerte cuando ésta nos toca de cerca o nos acosa desde una grave enfermedad. Entonces sí, entonces nos volvemos más humildes y más clarividentes, porque comprendemos la vanidad de nuestras pre-ocupaciones cotidianas. Y en este aspecto es un consuelo. Reducimos las preocupaciones a una: no morirse. Quizá sea ésta la gran ventaja de la muerte, que si no nos permite reír, al menos terminará con nuestros lloros. Porque como dijera Quevedo: “la muerte trae al dichoso lo que teme y al miserable lo que desea”. En el lecho del agonizante se prefiere no haber tenido nada que tener mucho. Lo que se deja sirve de contrapeso, si uno deja mucho la agonía es desesperante, un suplicio. Tengamos en cuenta que la muerte es el precio que se paga por estar vivo. Si uno no nace, no puede morir. Y puesto que la ley del viviente impone ese pago, sería mezquino no querer abonarlo. Se salda una cuenta. Eso es todo. Eso es, también, el todo, aunque lo llamemos la nada. Peor lo tienen los creyentes, que tienen que tragar con un Dios que dijo “no matarás”, y les condenó a morir. O quizá es que Dios, para no equivocarse, castigue con la muerte a buenos y malos, creyentes y ateos. Así no habrá errores. Todos a la huesa. Luego él elegirá a los suyos. Cuando le preguntaron a Ramón Gómez de la Serna si tenía miedo a morir, contestó: “¿Y en qué cosa mejor voy a emplear el miedo?” Como consuelo, y como también advirtiera el señero greguerista, nuestro nombre sobrevive durante una temporada en el panteón tipográfico del listín telefónico. Hoy diríamos en el Facebook. Lo que viene a ser equivalente.


Zaragoza, 27 de septiembre de 2017

miércoles, 20 de septiembre de 2017

El descenso de la especie

Cuando uno echa la vista atrás y contempla esa corriente de demencia que parece recorrer la historia del hombre, uno no puede sino preguntarse si el homo sapiens no supondrá una falla biológica, el resultado de un desgraciado accidente evolutivo. Una desafortunada mutación, un grave error de la naturaleza. Ello nos lleva a deducir que si bien el hombre puede considerarse la única especie con pasado, es más que probable que sea también la única especie sin futuro. Y esto se ve, se nota, flota en el ambiente, pero a nadie parece importarle. Como si cada uno dijera: mientras ocurra más allá de mi tiempo prescrito… Y es que, como dijera Walter Benjamin, la humanidad ha alcanzado tal grado de alienación (yo lo llamaría subnormalidad) que sería capaz de contemplar su propia destrucción como un espectáculo de primer orden. Alguna multinacional del entretenimiento, no me cabe duda, se haría con los derechos y vendería, con gran margen de rentabilidad, entradas para contemplar loe últimos estertores del planeta desde un lugar privilegiado. Claro que no es de extrañar que esto suceda cuando un preclaro filósofo, Fitche, dijo: “No rompería mi palabra ni para salvar la humanidad”. El ejemplo ha cundido y los comerciantes e industriales de todos los países pueden decir, junto a Fitche: “No renunciaría al mínimo margen de ganancias ni para salvar la humanidad”. Y no, no lo hacen, a la vista está. ¿Y qué podemos hacer los pocos conscientes del peligro ante esta indiferencia de los poderosos? Yo, por mi parte, ya me he comprado una peli porno y pienso contemplar la destrucción del planeta haciéndome una paja. Y procuraré hacer coincidir ambos clímax.


Zaragoza, 20 de septiembre de 2017