Decía
Epicteto: “Recuerda que eres una inteligencia que lleva de paseo a un cadáver”.
Pero nos obstinamos en no recordar y sólo nos acordamos de la muerte cuando
ésta nos toca de cerca o nos acosa desde una grave enfermedad. Entonces sí,
entonces nos volvemos más humildes y más clarividentes, porque comprendemos la
vanidad de nuestras pre-ocupaciones cotidianas. Y en este aspecto es un
consuelo. Reducimos las preocupaciones a una: no morirse. Quizá sea ésta la
gran ventaja de la muerte, que si no nos permite reír, al menos terminará con
nuestros lloros. Porque como dijera Quevedo: “la muerte trae al dichoso lo que teme
y al miserable lo que desea”. En el lecho del agonizante se prefiere no haber
tenido nada que tener mucho. Lo que se deja sirve de contrapeso, si uno deja
mucho la agonía es desesperante, un suplicio. Tengamos en cuenta que la muerte
es el precio que se paga por estar vivo. Si uno no nace, no puede morir. Y
puesto que la ley del viviente impone ese pago, sería mezquino no querer
abonarlo. Se salda una cuenta. Eso es todo. Eso es, también, el todo, aunque lo
llamemos la nada. Peor lo tienen los creyentes, que tienen que tragar con un
Dios que dijo “no matarás”, y les condenó a morir. O quizá es que Dios, para no
equivocarse, castigue con la muerte a buenos y malos, creyentes y ateos. Así no
habrá errores. Todos a la huesa. Luego él elegirá a los suyos. Cuando le
preguntaron a Ramón Gómez de la Serna si tenía miedo a morir, contestó: “¿Y en
qué cosa mejor voy a emplear el miedo?” Como consuelo, y como también
advirtiera el señero greguerista, nuestro nombre sobrevive durante una
temporada en el panteón tipográfico del listín telefónico. Hoy diríamos en el
Facebook. Lo que viene a ser equivalente.
Zaragoza,
27 de septiembre de 2017
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