Vivimos
inmersos en una sociedad donde se puede ser un fracasado a los veinte años.
Vivimos en una sociedad enferma. Los niños prodigio no son, como antaño,
excepciones o deformidades. Hoy son la regla y casi el objetivo principal de
muchos padres. Esto ocurre más frecuentemente en el deporte. Los deportistas
de ciertas especialidades son cada vez más jóvenes, más suculentas las
ganancias que proporcionan a sus progenitores, y los padres más avariciosos. Yo
he visto a padres perseguir a entrenadores de fútbol porque sus hijos de 14 y
15 años no jugaban suficientes minutos y de esa forma se le cerraban, era su
argumento, los caminos para acceder a clubes de prestigio que condujeran a su
hijo a la fama y el dinero. O luchas encarnizadas de padres en las federaciones
de tenis locales para favorecer a sus retoños o los de sus amigos. La elección
de esos dos deportes no es casual: hoy por hoy son los que proporcionan mayor
fama e ingresos y dónde la juventud suele ser una ventaja, sobre todo en el
tenis. Deben creer que donde hay fortuna hay alma.
Esta tendencia a lo juvenícola
también se da en otras profesiones. Hoy, en las grandes compañías, a los
gerentes entrados en años (a partir de cincuenta) se les reemplaza por imberbes
con máster y varios idiomas. En las artes, en muchas de ellas, el que no
alcanza la cima a los cuarenta años puede considerarse un fracasado. Pocos,
después de esta edad, pueden acceder a un estatus de excelencia que viene la
mayoría de las veces determinado por los medios de comunicación y agencias de
promoción, ambos claros favorecedores del aspecto juvenil de los posibles
famosos. ¿Qué ocurre con toda esa frustración que se acumula entre los que ya
no tienen edad para triunfar? Pocos logran reciclarse en ciudadanos amables, o
incluso resignados, muchos terminan refugiándose en paraísos artificiales, o se
dan a la violencia doméstica o eligen el rol de cascarrabias. Nos falta esa sabiduría
oriental que nos permite envejecer sin ser notados, cumplir sencillamente con
el ciclo vital que nos ha sido asignado por la naturaleza. El mismo polvo
espera al triunfador que al fracasado, pero el nuestro, el de los fracasados,
aún puede ser polvo enamorado.
Zaragoza,
4 de octubre de 2017
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