El
poder, los mandamases siempre han asociado la profesión castrense al honor, al
valor, la entrega y el sacrificio, sin ocultar una cierta delectación chulesca
en la crueldad, que estiman un mal necesario en su patriótica labor. Es
significativa una arenga que recoge Voltaire y que dirigió en 1672 el mariscal
de Luxemburgo a sus tropas: “Hijos míos: comed, robad, saquead, matad y violad;
y si encontráis algún acto más abominable que éstos, cometedlo, para probarme
que no me he equivocado al escogeros, creyendo que sois los hombres más bravos
del mundo”. Esta arenga, si bien no tan explícita (por miedo de la prensa democrática)
persiste en los modernos ejércitos y pueden verse pruebas de estas “hazañas” en
la reciente guerra de Irak, donde soldados occidentales parecen recordar (y
seguir) recomendaciones similares a las que pronunciara el mariscal de
Luxemburgo. Ya no hay soldados como Arquíloco, que no se avergonzaba de confesar
que, en una batalla, abandonó sus armas y echó a correr, para los griegos de
entonces el mayor signo de cobardía concebible en un soldado. Arquíloco, con
desfachatez (era poeta, no se olvide), relata: “Un tracio lleva ahora, ufano,
mi escudo; lo abandoné sin reproche, pero yo me salvé. ¿Qué me importa a mí
aquel escudo? Puedo comprar otro del mismo valor”. Lo que nos convendría hoy es
que esta actitud de Arquíloco se contagiara en los ejércitos (todos los
ejércitos), que los soldados abandonasen sus fusiles, sus cascos, la munición y
saliesen corriendo. Juntos podrían quedar para ir a un concierto de rock, al
cine o a reunirse para una masturbación ritual. Cualquier cosa entes que
desempeñar el oficio de matar. Matar a alguien que no conoces, que no te ha ofendido,
simplemente porque corporaciones económicas ansían materias primas o precisan
nuevos mercados. ¡Qué empuñen ellos, los directivos y gobernantes, las armas!
Zaragoza,
18 de octubre de 2017
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