miércoles, 25 de octubre de 2017

Los herederos de Judas

Mientras la pobreza se extiende en el mundo y la necesidad se instala en países donde parecía desterrada, los bancos siguen aumentando sus beneficios de forma escandalosa. Ya no pagan por tener nuestro dinero, nos cobran. Cobran por los recibos domiciliados que años antes nos animaron a domiciliar, por cada transacción o apunte de la cartilla de ahorros, por utilizar la tarjeta de crédito que nos han metido casi a la fuerza y que les deja pingües beneficios cada vez que la usamos. ¿Hasta cuándo soportaremos la ignominia? ¿Tendremos que reivindicar la desdomiciliación de recibos y exigir a las empresas la nomina en efectivo, como en tiempos pretéritos? Mas poderoso caballero es don Dinero, como dijera Quevedo. Establecerán leyes donde se impida cobrar salarios en metálico (por nuestra seguridad) o que se restablezca la figura del cobrador a domicilio (amenazando con aumentar los recibos por este motivo). Y es que el dinero lo compra todo, salvo la pobreza. Con esa no puede, o no se atreve. En realidad no quiere. Estos pulpos de hipocresía, salamandras bursátiles, se amparan en el dicho de Vespasiano a su hijo cuando éste le recriminó el cobro de impuestos sobre las letrinas de Roma. Vespasiano mostró a su hijo el dinero y le dijo: Non olet. No, el dinero, provenga de donde provenga, no huele. Si así fuera, el dinero llevaría pegado los sufrimientos y los padecimientos que lo generan. Puta universal, llamó Karl Marx al dinero. Y eso hace de los banqueros unos chulos, unos proxenetas monetarios. Pero ya lo advirtió San Jerónimo: el rico, o es injusto o es heredero de los injustos. Habría que lanzar el grito de Tirión: “¡Hay que exigir a los ricos que se arruinen!” Y si no lo hacen, nos consolaremos con esta maledicencia de José Luis Coll: “Si tienes mucho dinero, un día podrás enterarte de que eres un hijo de puta”. Puede que Leon Bloy tuviera razón y no hubiera en el mundo más dinero que las treinta monedas de plata que recibió Judas por vender a Jesús. Cerremos la digresión con la tajante opinión de Hermann Hesse: “Todo dinero es robado, todo tener es injusto”.


Zaragoza, 25 de octubre de 2017

miércoles, 18 de octubre de 2017

El arte de matar con uniforme

El poder, los mandamases siempre han asociado la profesión castrense al honor, al valor, la entrega y el sacrificio, sin ocultar una cierta delectación chulesca en la crueldad, que estiman un mal necesario en su patriótica labor. Es significativa una arenga que recoge Voltaire y que dirigió en 1672 el mariscal de Luxemburgo a sus tropas: “Hijos míos: comed, robad, saquead, matad y violad; y si encontráis algún acto más abominable que éstos, cometedlo, para probarme que no me he equivocado al escogeros, creyendo que sois los hombres más bravos del mundo”. Esta arenga, si bien no tan explícita (por miedo de la prensa democrática) persiste en los modernos ejércitos y pueden verse pruebas de estas “hazañas” en la reciente guerra de Irak, donde soldados occidentales parecen recordar (y seguir) recomendaciones similares a las que pronunciara el mariscal de Luxemburgo. Ya no hay soldados como Arquíloco, que no se avergonzaba de confesar que, en una batalla, abandonó sus armas y echó a correr, para los griegos de entonces el mayor signo de cobardía concebible en un soldado. Arquíloco, con desfachatez (era poeta, no se olvide), relata: “Un tracio lleva ahora, ufano, mi escudo; lo abandoné sin reproche, pero yo me salvé. ¿Qué me importa a mí aquel escudo? Puedo comprar otro del mismo valor”. Lo que nos convendría hoy es que esta actitud de Arquíloco se contagiara en los ejércitos (todos los ejércitos), que los soldados abandonasen sus fusiles, sus cascos, la munición y saliesen corriendo. Juntos podrían quedar para ir a un concierto de rock, al cine o a reunirse para una masturbación ritual. Cualquier cosa entes que desempeñar el oficio de matar. Matar a alguien que no conoces, que no te ha ofendido, simplemente porque corporaciones económicas ansían materias primas o precisan nuevos mercados. ¡Qué empuñen ellos, los directivos y gobernantes, las armas!


Zaragoza, 18 de octubre de 2017

miércoles, 4 de octubre de 2017

Fracasar a los veinte años

Vivimos inmersos en una sociedad donde se puede ser un fracasado a los veinte años. Vivimos en una sociedad enferma. Los niños prodigio no son, como antaño, excepciones o deformidades. Hoy son la regla y casi el objetivo principal de muchos padres. Esto ocurre más frecuentemente en el deporte. Los deportistas de ciertas especialidades son cada vez más jóvenes, más suculentas las ganancias que proporcionan a sus progenitores, y los padres más avariciosos. Yo he visto a padres perseguir a entrenadores de fútbol porque sus hijos de 14 y 15 años no jugaban suficientes minutos y de esa forma se le cerraban, era su argumento, los caminos para acceder a clubes de prestigio que condujeran a su hijo a la fama y el dinero. O luchas encarnizadas de padres en las federaciones de tenis locales para favorecer a sus retoños o los de sus amigos. La elección de esos dos deportes no es casual: hoy por hoy son los que proporcionan mayor fama e ingresos y dónde la juventud suele ser una ventaja, sobre todo en el tenis. Deben creer que donde hay fortuna hay alma.
            Esta tendencia a lo juvenícola también se da en otras profesiones. Hoy, en las grandes compañías, a los gerentes entrados en años (a partir de cincuenta) se les reemplaza por imberbes con máster y varios idiomas. En las artes, en muchas de ellas, el que no alcanza la cima a los cuarenta años puede considerarse un fracasado. Pocos, después de esta edad, pueden acceder a un estatus de excelencia que viene la mayoría de las veces determinado por los medios de comunicación y agencias de promoción, ambos claros favorecedores del aspecto juvenil de los posibles famosos. ¿Qué ocurre con toda esa frustración que se acumula entre los que ya no tienen edad para triunfar? Pocos logran reciclarse en ciudadanos amables, o incluso resignados, muchos terminan refugiándose en paraísos artificiales, o se dan a la violencia doméstica o eligen el rol de cascarrabias. Nos falta esa sabiduría oriental que nos permite envejecer sin ser notados, cumplir sencillamente con el ciclo vital que nos ha sido asignado por la naturaleza. El mismo polvo espera al triunfador que al fracasado, pero el nuestro, el de los fracasados, aún puede ser polvo enamorado.


Zaragoza, 4 de octubre de 2017