Cuando
agonice no me importará saber si hace sol o llueve. Cuando agonice no me
acordaré de los que me hicieron mal. Cuando agonice procuraré aplicarme bien a
la tarea y no distraerme; si estoy acompañado, no preocuparme por los lloros o
los rostros entristecidos de los allí presentes, si lo hago solo, no
mortificarme por la ausencia de espectadores. Cuando agonice, seguramente no
seré consciente de que son pocos los instantes que controlará mi conciencia.
Cuando agonice, es posible que los estertores me impidan darme cuenta de que
agonizo. Cuando agonice, miles de personas agonizarán conmigo, y otras miles
nacerán y se incorporarán a la vida. Cuando agonice habrá personas haciendo el
amor, riendo, alguien cometerá un asesinato, un sacerdote mentirá desde el
púlpito. Cuando agonice ya no me importarán las guerras, la ecología, el
destino de un mundo que me expulsa. Cuando agonice espero no ver desfilar toda
mi vida por la pantalla de mi mente, ¡menuda pesadez! Cuando agonice, me
gustaría hacerlo envuelto en sábanas y no, por ejemplo, en el barro de una
trinchera. Cuando agonice me sería de consuelo, o igual no, saber que dejo un
par de obras memorables: un hijo, un libro, un recuerdo agradable. Cuando
agonice, algún subnormal llevará a su perro a cagar al parque y no recogerá la
mierda. Cuando agonice no quiero curas a mi alrededor, ni gurús, ni chamanes de
otras trascendencias. Cuando agonice me gustaría hacerlo rápido, sin estruendo,
sin llanto, sin pena. Cuando agonice me gustaría que se interrumpieran todos
los partidos de fútbol, y de baloncesto, y deportes de similar arraigo popular.
Sólo por joder. Cuando agonice me gustaría que no hubiera moscas, tan pesadas.
Cuando agonice me gustaría oír una voz amiga que me dijera: “Venga, deja de
fingir y levántate. No seas cuentista”. Y que yo me levantase y dejase de
fingir.
Zaragoza,
20 de diciembre de 2017
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