Brillat-Savarin fue un gourmet francés
que inició la moda de la fisiología del gusto. Para este francés sibarita y refinado,
que vivió a finales del siglo XVIII, la sensación gustativa en el tiempo se descompone de la
siguiente manera: 1) directa (cuando
el sabor también impresiona la parte anterior de la lengua); 2) completa (cuando
el sabor pasa a la parte posterior de la boca); 3) refleja (en el
momento final del juicio), todo el lujo
del gusto está en esta escala antedicha.
Pues bien, este alquimista de la alta
cocina opinaba que toda la ideología
culinaria se basa en una amalgama a la vez médica, química y metafísica: la de
una esencia simple, que él denomina jugo nutritivo (o gustativo, ya que,
de hecho, para Savarin no hay alimento que no haya sido gustado). El
estado acabado (perfecto) del alimento sería, pues, el zumo, la esencia líquida
de un pedazo de comida. Su ideal alquímico, que comparte con el cocinero del
príncipe de Soubise, era la de encerrar cincuenta jamones en un frasco de
cristal no más grueso que el dedo pulgar. ¿Os imagináis, lectores bloggeros, cincuenta
guijuelos extractados en un jugo ínfimo en un frasquito como de penicilina?
Aquí la imaginación se detiene y pregunta: ¿sería más adecuado bebérselo o
metérselo en vena? Un chute de jabugo. Una ecuación culinaria para condensar
todo el sabor ibérico. ¿No es un poco lo que hacía Ferrán Adriá en los
laboratorios de su cocina? Se me ocurre, al hilo de esta tendencia, que al
final en vez de comida los restaurantes de “alta gama” te darán la carta con
las fórmulas químicas de su composición y tú pagarás sólo para leerlas e
imaginártelas en el paladar. Como los que leen una partitura, que dicen oír la
melodía, los comensales leerán juntos la composición y babearán paulovianamente
de placer. ¡Qué genio el de los nuevos cocineros!
Zaragoza,
18 de febrero de 2019
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