La
penitencia. El sacrificio. La promesa hecha a la virgen. La credulidad de la ameba,
del protozoo. Estupidez congénita. ¿Existirá el gen del trascendentalismo,
el cromosoma de la hiperdulía, siempre boba? La fe, creo que dijo Ramón Gómez
de la Serna, es masticar sin dientes. La autoflagelación, la penitencia, el
sufrimiento ofrecido a dios (cualquier dios) es como masturbarse con un
estropajo. Todavía me llama la atención y me encabrita, y me asusta, cuando veo
a penitentes auto flagelándose. Son masoquistas, sádicos de sí mismos,
exhibicionistas hacia los que le observan, aunque el observador sea el dios en
el que creen. En esos casos me gustaría ser un duende maligno y transformar las
puntas de los látigos o los pinchos del cilicio en cuchillas de afeitar
embadurnadas con curare. Y que murieran allí, en plena procesión de capirotes,
o en su celda, entre estertores, una agonía lenta para deleite de cofrades o
del dios que le observa en su camerino celestial.
La señora de la foto habrá prometido
arrastrase de rodillas hasta el santuario de su devoción, seguramente por un
deseo concedido: curar a un hijo de un resfriado, que no se le cortase la
mayonesa o que un sobrino suyo aprobara una oposición. O por expiar una culpa:
una dejadez, una ausencia, un remordimiento. Ignora, no podía ser de otra
manera, que el sacrificio no sirve para expiar la culpa. El sacrificio es la
culpa, la única culpa.
Zaragoza, 21 de
enero de 2014.
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