La escuela del buen oír tituló Elías Canetti uno de sus libros de memorias.
Que no es lo mismo que la escuela del buen escuchar, más difícil, si bien más
necesaria, pero menos conveniente para la literatura. El que oye tiene luego la
libertad de contarlo, de relatarlo. El que escucha, como los sacerdotes en la
confesión, se ven en la obligación de mantener una especie de secreto sobre lo
escuchado. La profesión de escuchar llega a su apogeo en el sacerdocio y en el
psicoanálisis. A nadie se le escapa las propiedades curativas del “ser
escuchado”. Uno a veces sospecha que a los psicoanalistas les sobran años de
carrera, les sobra doctrina y conocimientos clínicos. Bastaría con que estuvieran
armados de paciencia y dispusieran de un muestrario de sonrisas cuyo rango fuera
desde la compasión hasta la complicidad. El paciente se tumba sobre el diván y
comienza a hablar. El analista, mejor con bata blanca, se sienta a su lado con
un cuaderno y un lápiz y escucha. De vez en cuando emite una señal de
asentimiento, una interjección motivadora o una sonrisa de quien está en el
secreto. Pueden injertase erudiciones de engaño o enunciados polívocos: “Se
sabe que la relación seno‑boca se orienta ya en función de un plano de
rostridad”; “El aplazamiento del pacer produce una especie de plusvalía
externalizable”; “Hay que dejar actuar al
báculo de luz del albedrío”.
Terminada la sesión, unas palabras de ánimo, un reconocimiento de los progresos
del paciente, unas anotaciones en su cuaderno que el analizado no ve pero
considera importantes, y quedan para la próxima cita. Ido el paciente, el
psicoanalista rompe la hoja del cuaderno donde solo había dibujos y garabatos y
la tira a la papelera. Como un destruir la malignidad de los vestigios. Si los
pacientes son de clase adinerada, tanto el éxito profesional como económico del
psicoanalista está garantizado. Son los tiempos. Tiempos de sofistas y
especuladores. Especuladores de valores materiales e inmateriales. Plusvalías
fabriles y plusvalías anímicas. Cuando yo era joven, para salir de un estado
deprimido (se llamaba tristeza) sólo se necesitaba una buena borrachera con los
amigos, un buen polvo en un burdel o propinarle una buena hostia a un cura o al
encargado de la fábrica. Y las cosas volvían a su sitio, como si tuvieran
memoria. Eran otros tiempos.
Zaragoza, 1 de enero de 2015
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