miércoles, 29 de abril de 2015

¿Son necesarios los militares?



¿Son necesarios los militares? ¿Son superfluos? La militar, presumo, es después de la del sacerdote y la prostitución, la profesión más antigua del mundo. De los tres, sólo la prostitución posee utilidad y proporciona goce y esparcimiento. Las demás dan o causan dolor. Dolor de alma los sacerdotes y dolor de cuerpo los militares. 
En su ingenuidad uno se pregunta: ¿qué fue antes, la discordia o el milite? ¿Fueron las discordias lo que generó el oficio de las armas o fue la institución de bandas organizadas paleolíticas, antecesores de los ejércitos, las que generaron la discordia? También se pregunta uno si el oficio de las armas, de no haber existido bardos y poetas que, para pasar el tiempo, lo elevaron a gesta épica, hubiera tenido jamás prestigio y se hubieran perpetuado como institución. Homero y Virgilio ponen lo mejor de su genio en describir batallas y ponderar el espíritu guerrero de sus héroes. Si desde el principio se hubiesen burlado de esa manía destructora, hubieran ridiculizado a los héroes armados, quizá las civilizaciones fueran hoy de otra manera. Pereciera como si los hombres, con voluptuosidad animal (ferinas voluptates), no supieran dirimir sus diferencias de otra manera que con las armas. Palo y tente tieso. Ojo por ojo y reino por reino. Repárese en la violencia de las palabras de Falvia a Augusto “Aut futue aut pugnemus” (o me follas o es la guerra). Así se dirimía la política en la antigua Roma.
Hoy todavía los historiadores defienden estas conquistas e invasiones (suelen tapar las crueldades y sufrimiento que provocaron) como parte del progreso humano. Somos pocos los que disentimos, lo que, con educada descortesía, les replicamos: Váyanse a la mierda, por favor. Quizá porque nosotros recordamos la historia sin las antiparras de la erudición. Las guerras, nos dicen, aceleran el progreso. Porque imaginan que la línea de la historia es ascendente. Pero lo que no saben, o prefieren ignorar, es que este progreso armamentístico nos ha situado al borde del abismo. Demos, por favor, un paso al frente.

Zaragoza, 29 de abril de 2015.

miércoles, 22 de abril de 2015

El fanatismo religioso



Así imagino yo al fanático religioso. Con esa faz, esa mirada hacia lo alto pidiendo permiso, esa seriedad intransigente que suele verse en la mirada cruel del asceta,
esos adornos (sobre todo las calaveras de las solapas), y el libro de oraciones en la mano, junto al corazón. El libro (cuidémonos del hombre de un solo libro) parece de primera comunión. Aunque el señor parece un poco mayorcito para hacerla. Si en vez de cruces llevase medallones con la media luna, nada cambiaría. El fanatismo es uno y el mismo, aquí y allá, con este o con ese dios. Hay hielo en su mirada. Es de esos que sólo consideran fieles a quienes comparten con él la misma concepción de la divinidad. Lo imagino predicando que envuelve al mundo extenso triste noche. Sacerdote del castigo y la mancilla. Y como todos los sacerdotes, sólo se torna peligroso cuando ama. Líbrenos Dios del amor de los sacerdotes.
            Es una foto perfecta. La foto perfecta que debería llevarnos a todos a apostatar de la fe, de cualquier fe, de cualquier credo, de cualquier ideología. Sí, apostemos por el apostatemos. Y esa falta de humor que se adivina, qué pavor. Y es que las religiones, como dijera Cioran, no son en el fondo más que cruzadas contra el humor. Contra el humor y contra el amor, añado yo.

Zaragoza, 22 de abril de 2015.

miércoles, 15 de abril de 2015

Ex-timados señores



Vivimos en el país de la estafa, el país de los timadores, de la corrupción en exacerbo. La estafa como linfa primordial de la raza. Estafa el constructor y el edil, el empleado del registro y el oficinista que se lleva material de escritorio a casa. La indignación que veo en mis conciudadanos frente a los asuntos de grandes estafas es más producto de la envidia que de afán de justicia. Se quejan de que el dentista no les da factura pero puestos en la disyuntiva de tener que pagar el iva de las mismas, él elige no pagarlo. Para mis conciudadanos, mis hermanos, mis corruptos, raza sedente y camastrosa, todos somos corruptos. No hay político del que no sospechen o difamen. Todos los funcionarios lo son. Corruptos, me refiero. Además de vagos. En cualquier decisión municipal o ministerial ven la sombra del “cazo” que recoge el dinero de la mordida. Y para colmo, y desvergüenza, cuando les preguntas qué haría él en el lugar del presunto estafador, contestan que lo mismo. Y terminan con un rotundo: “Éste es un país de ladrones”. Y se quedan tan anchos, como si el reconocimiento de la culpa les eximiera de cualquier responsabilidad y justificara su afición difamatoria. Pero ahí no acaba la inquina. El alcalde de la ciudad es un borracho y drogadicto, cuando no se lo tilda de ser producto de concepción mercenaria. El que me informa lo sabe porque se lo ha contado su peluquero, que lo sabe de su cuñado que a su vez lo sabe de buena tinta. La ex alcaldesa es bollera y se casó para disimular su afición lésbica. El concejal de urbanismo… dios mío lo que pueden decir de un concejal de urbanismo… Este moderno juego de las reputaciones indudables no lo practican misántropos de salón que pasean sus ironías infecundas. Lo practica gente normal, personas que toman café conmigo todos los días. Proletariado de la incultura, pensadores de café frío. Es por ello que esta digresión no lleva ningún “ex timados” lectores. Es real como la vida misma.

Zaragoza, 15 de abril de 2015

miércoles, 8 de abril de 2015

El fútbol, ese golimpo



Estamos inmersos en la era del fútbol. En la televisión sólo se habla de fútbol. Tres o más partidos son retransmitidos cada semana por televisión. Para coger empacho duradero. Muchos, ante este abuso mediático, quisiéramos arrancarnos los ojos para no ver, no ver pelotas y tipos en calzón corto y fortuna larga corriendo por el césped. Ese aficionado de la foto, bien podría uno imaginar, se ha cegado para no ver el mal juego de su equipo, o, siendo generosos, para no ver más a ningún equipo. Y por la camiseta que lleva, roja, bien pudiera ser hincha de la selección hispanoli. Panolis los seguidores que se embadurnan la cara con los colores de la bandera de su país, o su equipo, se tocan con gorros de lana ridículos, se abrigan con bufandas del color de su equipo en plena canícula o se ponen una bandera por capa. Y sufren y lloran si su país (o equipo) no se clasifica, o con (sic) libre albedrío lloran el ajeno gol y cantan el suyo, siempre con esa ansiedad que uno percibe en el niño agalacto que nunca pudo chuparle a mamá los tubérculos de Morgagni. Al ver el poder de convocatoria, el poder emocional de este deporte en la mayoría de los países, uno siente de afán y angustia el pecho traspasado. Es tal la pasión, las llamas de los fuegos encendidos de los seguidores, que no faltando mucho veremos guerras originadas por un partido, un partido robado según los del bando perdedor (agresores) y ganado con merecimiento por el lado ganador (repeledores del ataque).
            En Barcelona, con motivo de ganar su equipo (uno de ellos, en realidad, el que más seguidores tiene) la liga en 2006, más de un millón de personas acudieron a acompañar el autobús que, triunfal, a techo descubierto, recorría las calles de la ciudad portando a los paladines balompédicos. La multitud enfervorizada parecía recitar: “Pues si él es del Barça primo, primo del Barça soy yo”. Son escenas antes vistas sólo para celebrar finales de guerras mundiales o el retorno de astronautas. Y hablamos de Barcelona, una ciudad supuestamente culta. Causa pavor tanto fervor. A otros les causa fascinación. Aclarar que la palabra fascinación proviene del latín fascimus, pene en erección.

Zaragoza, 8 de abril de 2015