Vivimos en el país
de la estafa, el país de los timadores, de la corrupción en exacerbo. La estafa
como linfa primordial de la raza. Estafa el constructor y el edil, el empleado
del registro y el oficinista que se lleva material de escritorio a casa. La
indignación que veo en mis conciudadanos frente a los asuntos de grandes
estafas es más producto de la envidia que de afán de justicia. Se quejan de que
el dentista no les da factura pero puestos en la disyuntiva de tener que pagar
el iva de las mismas, él elige no pagarlo. Para mis conciudadanos, mis
hermanos, mis corruptos, raza sedente y camastrosa, todos
somos corruptos. No hay político del que no sospechen o difamen. Todos los
funcionarios lo son. Corruptos, me refiero. Además de vagos. En cualquier
decisión municipal o ministerial ven la sombra del “cazo” que recoge el dinero
de la mordida. Y para colmo, y desvergüenza, cuando les preguntas qué haría él
en el lugar del presunto estafador, contestan que lo mismo. Y terminan con un
rotundo: “Éste es un país de ladrones”. Y se quedan tan anchos, como si el
reconocimiento de la culpa les eximiera de cualquier responsabilidad y
justificara su afición difamatoria. Pero ahí no acaba la inquina. El alcalde de
la ciudad es un borracho y drogadicto, cuando no se lo tilda de ser producto de
concepción mercenaria. El que me informa lo sabe porque se lo ha contado su
peluquero, que lo sabe de su cuñado que a su vez lo sabe de buena tinta. La ex
alcaldesa es bollera y se casó para disimular su afición lésbica. El concejal
de urbanismo… dios mío lo que pueden decir de un concejal de urbanismo… Este
moderno juego de las reputaciones indudables no lo practican misántropos de
salón que pasean sus ironías infecundas. Lo practica gente normal, personas que
toman café conmigo todos los días. Proletariado de la incultura, pensadores de
café frío. Es por ello que esta digresión no lleva ningún “ex timados” lectores.
Es real como la vida misma.
Zaragoza, 15 de
abril de 2015
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