Estamos
inmersos en la era del fútbol. En la televisión sólo se habla de fútbol. Tres o
más partidos son retransmitidos cada semana por televisión. Para coger empacho
duradero. Muchos, ante este abuso mediático, quisiéramos arrancarnos los ojos
para no ver, no ver pelotas y tipos en calzón corto y fortuna larga corriendo
por el césped. Ese aficionado de la foto, bien podría uno imaginar, se ha
cegado para no ver el mal juego de su equipo, o, siendo generosos, para no ver
más a ningún equipo. Y por la camiseta que lleva, roja, bien pudiera ser hincha
de la selección hispanoli. Panolis los seguidores que se embadurnan la cara con
los colores de la bandera de su país, o su equipo, se tocan con gorros de lana
ridículos, se abrigan con bufandas del color de su equipo en plena canícula o
se ponen una bandera por capa. Y sufren y lloran si su país (o equipo) no se
clasifica, o con
(sic) libre albedrío lloran el ajeno gol y cantan el suyo, siempre con
esa ansiedad que uno percibe en el niño agalacto que nunca pudo chuparle a mamá
los tubérculos de Morgagni. Al ver el poder de convocatoria, el poder emocional
de este deporte en la mayoría de los países, uno siente de afán y angustia el pecho traspasado.
Es tal la pasión, las llamas de los fuegos encendidos de los seguidores,
que no faltando mucho veremos guerras originadas por un partido, un partido
robado según los del bando perdedor (agresores) y ganado con merecimiento por
el lado ganador (repeledores del ataque).
En Barcelona, con motivo de ganar su
equipo (uno de ellos, en realidad, el que más seguidores tiene) la liga en
2006, más de un millón de personas acudieron a acompañar el autobús que,
triunfal, a techo descubierto, recorría las calles de la ciudad portando a los
paladines balompédicos. La multitud enfervorizada parecía recitar: “Pues si él es del Barça primo, primo del
Barça soy yo”. Son escenas antes vistas sólo para celebrar finales
de guerras mundiales o el retorno de astronautas. Y hablamos de Barcelona, una
ciudad supuestamente culta. Causa pavor tanto fervor. A otros les causa
fascinación. Aclarar que la palabra fascinación proviene del latín fascimus, pene en erección.
Zaragoza, 8 de
abril de 2015
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