En
alguno de sus libros dijo Anthony Burgess que había más honradez (o verdad, o
vida) en una ciudad sucia y llena de pecados que en una ciudad modélica rodeada
de bien cuidados y asépticos jardines. Parecido a lo que en cierta ocasión
dijera Felipe González, a saber, que prefería ser acuchillado en el metro de
Nueva York (o arriesgarse a serlo) que vivir una larga vida en una aburrida
metrópoli soviética. Aparte la boutade, estoy de acuerdo con ellos. ¿Alguien se
imagina viviendo en una ciudad diseñada por Disney, con sus fachadas color
pastel y sus habitantes compuesto solamente de ciudadanos pulcros, piadosos,
atildados y sonrientes? ¿Qué diversiones cree uno que podría disfrutar en su
compañía? Me lo imagino: lectura comunitaria de la Biblia, sesiones vespertinas
de Monopoly, conciertos de flauta y viola, pic-nics en prados de hierba
uniformemente cortada y con el aderezo de música ranchera, barbacoas benéficas.
Yo también prefiero arriesgarme a ser apuñalado en el metro de Los Angeles, por
cambiar de ciudad, o ser sodomizado en Kuala Lumpur. Una ciudad como la que
ansían los puritanos, cualquier puritano, sería la muerte, un limbo diabólico,
la más cruel de las torturas para el alma de un librepensador. Para vivir así
no habría valido la pena venir. Eso no significa que uno prefiera la
delincuencia, ni que la justifique, eso quiere decir que la libertad lleva
consigo, como subproducto, ciertos inconvenientes e injusticias: pobreza,
desigualdad, que a su vez originan la delincuencia. Acabar totalmente con esas
lacras significa acabar con la libertad, mal que nos pese. Porque entre un
extremo y otro (dictadura puritana o libertinaje en exacerbo) caben muchas
escalas y grados. Pero yo, que soy un hombre tranquilo y poco alborotador,
prefiero las ciudades cuya graduación se halle lo más cerca posible de la
libertad.
Zaragoza, 24 de junio
de 2015