El
pesimismo está de moda. La fatalidad parece estar agazapada ahí, en el
horizonte, esperándonos. Nunca, los que han vivido bien, viven tan bien. Nunca
tantos han vivido con tantas comodidades. Nunca como ahora, el pesimismo se ha
hecho dueño de las conciencias de los vaticinadores. Y no es que no haya
razones objetivas para ello: calentamiento global, reducción de la capa de
ozono, deshielo de los polos, deforestación salvaje de las selvas tropicales,
desertización, hambrunas perennes en los países pobres, amenazas de terrorismo
por doquier… Podría seguir enumerando desgracias que nos afligen. Por lo tanto,
razones para el pesimismo hay. Y poderosas. Pero los pesimistas, curiosamente,
no se dan en los países desfavorecidos, ni en las clases desposeídas de
occidente por la opulencia de los menos. La gran mayoría de los pesimistas se
dan entre aquellos que no se despiertan temiendo no tener que comer, se da en
aquellos que tienen casa, empleo, coche y prole. Son personas que pueden pagar
las facturas e informarse libremente de lo que acontece en el mundo. ¿Será esta
última característica lo que los troca en pesimistas? ¿Sólo muestran las
noticias empeoramientos y peligros? ¿Y los progresos? Los progresos son vistos,
cada vez más, como riesgos potenciales. Quizá porque se sabe que quienes están
detrás son poderosos que sólo quieren perpetuarse en el poder o la riqueza. Y
eso causa desazón. No el que existan esas personas. Causa desazón saberlo. Con
razón decía Bertold Brecht que cuando sonaba las alarmas antiaéreas los
ciudadanos esperaban temerosos a que por el cielo asomaran los inventos de los
sabios. Sí, los inventos de los sabios sirven, con demasiada frecuencia, para
la destrucción. A mí me gustaría ser optimista, sonreír al porvenir y alabar el
progreso y la ascendente marcha de la historia. Pero me lo impiden los
noticieros. Y he de convenir, con la mayoría, que un pesimista es un optimista
con experiencia. Q. e. d.
Zaragoza, 17.06.15
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