El
mundo oficinesco necesita su Shakespeare, o su Joyce; o mejor, su Kafka. Hay
unas escenas en la película El proceso, de Orson Welles, basado
en la obra homónima de Kafka, que recoge de forma magistral el alma de las
oficinas modernas: un Anthony Perkins en el papel de Joseph K. se planta
delante de una inmensa oficina con filas e hileras de mesas todas iguales,
todas ocupadas por empleados prescindibles y uniformes. Algo parecido se
muestra en la película El apartamento, de Billy Wilder,
creo recordar. Hoy, en las oficinas, para evitar reflejar esta desolación
anímica, se disfraza el paisaje diáfano y uniforme mediante mamparas, creando
recodos y espacios pequeños que pretenden humanizar el entorno. Pero para
humanizar los entornos se necesitan “humanos”, y estos no predominan en estos
recintos. En todas las oficinas hay un par de vagos, un par de maldicientes,
tres o cuatro pelotas, una tía muy buena, dos o tres mozas a las que se les
haría un favor (o dos), una maruja de tetas sueltas (inclinatae mammae), dos potenciales jefes que se aplican en
silencio a su labor de sortear la inanidad del tráfago mundano oficinesco, un
jeta divertido que ameniza algunas mañanas, un sindicalista con pocas ganas de
trabajar, un par de gordos que se juntan para comer en un cuartucho (con la
excusa de comida de dieta, evitan que veamos las porquerías que los mantienen
rollizos), y jefes, muchos jefes, jefecillos de un solo galón que creen que la
banalidad es una inteligencia, e incluso jefazos de varias estrellas y
secretaria temible. Y yo, por supuesto. Y un par de compañeros normales, que
son mis amigos. Lo curioso con mi descripción es que sería la misma la hiciera
quien la hiciera. Y según quien lo hiciera yo estaría en un grupo u otro (en el
de los gordos no, ni en el de las chicas, y espero que tampoco en el de los
pelotas). En las oficinas, la solidaridad que suele darse en los talleres (cada
vez menos) se sustituye por afinidades de gustos: los cinéfilos, los que gustan
de los libros (yo y otro), los futboleros, los que comparten quinielas y otras
suertes del azar, los que tienen despacho, los que hacen de la informática su
pasión, los que apoyan a un partido o a una idea. Perdón, idea no. En las
oficinas modernas no hay ideas. Sólo nos faltaba eso: pensar.
Zaragoza,
20 de enero de 2016
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