miércoles, 24 de febrero de 2016

El duro camino de la liberación de la mujer

No sé quien dijo que el matrimonio no era una palabra sino una sentencia. Probablemente un inglés, pues “sentence” (sentencia, en inglés), significa frase. En español también, pero no en su primera acepción. La frase, también, se adivina que ha sido escrita por un hombre, un hombre casado. Los hombres siempre pensamos que el matrimonio nos “ata”, que nos quita libertad, lo que de forma complementaria viene a significar que para ellas es una liberación, una conquista de márgenes donde ejercer la libertad. En nuestra corta historia (me refiero a la mía y la de mis contemporáneos, esos que comparten no sólo mi sitio en el mundo sino mi edad), esto fue verdad, porque la mujer sin matrimoniar sólo podía realizar tareas domésticas, servir a sus hermanos varones y a sus padres, asistir a novenas y rosarios y, como mucho, salir a pasear los domingos con las amigas, a veces seguidas por chaperones. Para ellas, entonces, el matrimonio las liberaba de una esclavitud, lo que no evitaba que a veces cayeran en otra, pero más leve: de servir a muchos a servir a uno. Pero siempre podía viajar, trasnochar e ir a bailar… con su marido. Así, hasta la llegada de los hijos, saboreaba un poco la vida. Con los hijos les sobrevenían nuevas horas de clausura, pero éstas alegres y maternales. Hoy las cosas, afortunadamente, han cambiado. La mujer soltera, en la mayoría de los casos, puede hacer la misma vida que un hombre. Un hombre soltero, claro. Y además está el divorcio. La ley permite ahora no aguantar a un cónyuge mal elegido. Antes de ser legal el divorcio, una mujer debía soportar cualquier humillación del marido porque así lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Los hombres, incluso sin divorcio, tenía en gilesco “ahí te quedas”, pero la mujer ni eso. Si ella se iba, la Guardia Civil se encargaba de devolverla al marido y, si se terciaba, con un par de “hostias” bien dadas. Ah, qué duro el camino de la liberación de la mujer.


Zaragoza, 24 de febrero de 2016

miércoles, 17 de febrero de 2016

El consciente negocio del inconsciente

Hay un proverbio que dice que quien va al psiquiatra debería visitar a un psiquiatra. Freud inventó el negocio clínico del siglo. Un negocio que sólo necesita de un título (seis o siete años de universidad), una consulta con la siguiente frase de Ortega y Gasset expuesta en la pared a la manera de motto: “El deber del hombre no es poseer, sea como sea, soluciones, sino aceptar, sea como sea, los problemas”, un diván y una ventana que dé a un patio umbrío, cuanto más umbrío mejor. Y mucho morro, añaden los descreídos. Pero yo cambio el morro por labia, palabra menos ofensiva. Ayuda el gastar barba, tener voz profunda y llevar gafas con moldura de pasta negra. Los pacientes acudirán. Claro que para que esta profesión se convierta en una auténtica máquina de hacer dinero, uno debe ejercer en Estados Unidos. Allí los Woody Allen crecen como hongos y los psiquiatras poseen mansiones y pueden permitirse coches de lujo asiático. Y total, todo lo que su oficio les demanda es tomar un cuaderno, un lapicero (o pluma estilográfica con punto de oro) y escuchar las confesiones de un hipocondríaco tumbado sobre un diván. De vez en cuando emitir un gemido de asentimiento o un conveniente: “prosiga”, y ya está. Avisarle de cuándo se ha pasado el tiempo, comentarle brevemente los progresos que observa (aquí es importante utilizar un lenguaje pseudo-clínico y pseudo-mitológico) y citarles para la próxima sesión. Ah, y al cerrar la puerta tras despedir al cliente (perdón, paciente) hacerlo con el gesto cuidadoso con que se cierra la habitación de un moribundo. No en vano dijo Lacan que el psicoanálisis es una lingüística aplicada. Embarullar/consolar con palabras, cuanto más esotéricas mejor. Ayuda el mantener los monstruos de la conciencia bajo un velo de misterio. Es importante no sacarlos a la luz. Porque como afirma Derrida: “los monstruos no pueden ser anunciados. No se puede decir aquí están nuestros monstruos sin convertirlos inmediatamente en mascotas”. Y los pacientes no pagan para que los protejamos de sus mascotas. Necesitan sus monstruos, cuando más peligrosos y potencialmente dañinos, mejor. Además, y resulta muy curioso, el psicoanálisis es la única profesión que puede ordenar a sus pacientes que se acuesten con sus madres. Obviamente, sólo si pretenden curarles su complejo de Edipo.


Zaragoza, 17 de febrero de 2016

miércoles, 10 de febrero de 2016

Las inútiles cumbres por la paz

En las cumbres por la paz está mal visto que en el menú se incluya pichón. Y sin embargo, suele ser el volátil sacrificado. Los mandatarios acuden en sus coches oficiales, con cientos de guardaespaldas, secretarios, asesores… Los países occidentales atavían a sus dignatarios con trajes oscuros y corbata. Los árabes acuden de árabes y muchos africanos con vestimentas holgadas de colores chillones. Nunca falta quien acuda con uniforme militar. Yo creo que estos estereotipos, petrificados por el protocolo y las enormes medidas de seguridad, son las culpables de que nunca se alcance un acuerdo satisfactorio, satisfactorio para los ciudadanos del mundo, que esperaban soluciones de este tipo de reuniones. Imagínense por un momento que el presidente de Estados Unidos acudiese en bermudas, camiseta de tirantes y un sombrero charro. El primer ministro británico con frac pero sin pantalones, con ligueros de calcetines. El presidente español vestido de torero, o de manola, y el del Japón con un traje de Madame Butterfly. Los africanos serían los que menos cambiarían, podrían incluso vestirse como ahora sin desentonar. Brasil mandaría a unas mulatas con biquinis de lentejuelas y bailando samba. El mandatario italiano iría de hombre Martini y se pasaría el índice por los labios en un intento de seducir a la primera ministra de Austria, que iría vestida de tirolesa. Raúl Castro iría sin barba y con traje de aviador. Estoy seguro de que, así ataviados, se conseguirían acuerdos beneficiosos para el mundo, acuerdos imaginativos y duraderos. Desaparecidas las rigideces de los atuendos y el protocolo, el consenso sería más fácil de conseguir. Y si no se consiguiesen mejores acuerdos, por lo menos nos reiríamos, que ya es bastante.


Zaragoza, 10 de febrero de 2016

miércoles, 3 de febrero de 2016

La obsesión católica con el sexo

¿Por qué esa obsesión de la religión católica con el sexo, con ese sexto mandamiento, casualmente un cardinal que tiene la sílaba sex en él, y además un cardinal que es tan semejante a cardenal? Esta simple relación de palabras daría para un divertido cuento para un nuevo Decamerón: sexo y cardenales. Además, la palabra cardenal también posee significado de estigma dejado por un golpe (¿latigozo?) con lo que cerraríamos este extraño vínculo del catolicismo y el sexo metiéndonos de lleno en el sadomasoquismo. ¿Cómo hubiera sido el mundo occidental bajo hegemonía católica si en vez de tomarla con el sexo, la jerarquía la hubiera tomado, digamos, con la gula? Me imagino una sociedad menos libertina, los burdeles o lupanares (loberías, en latín) sustituidos por restaurantes clandestinos, comederos sitos en los arrabales de las ciudades y anunciados por farolillos rojos y donde los pecadores acudirían a atiborrarse hasta vomitar, ese orgasmo del comilón. Y los prelados, y los cardenales, y otros mandos eclesiásticos, que vivirían abiertamente con barraganas, ocultarían despensas bien surtidas y cuartos secretos donde darían gusto a sus instintos más bajos lamiendo con vicio un salchichón o atragantándose con una morcilla de arroz. Y mientras desde el púlpito predicarían la templanza, la continencia en el yantar, recomendarían dietas basadas en la moderación, sus mofletes hinchados denunciarían sus banquetes de medianoche. Y habría descreídos y heresiarcas que comerían bocadillos inmensos por la calle y escandalizarían a las beatas chupándose frente a ellas dedos manchados de mayonesa y eructando restos de hamburguesa con cebolla. Y ellas, para no pecar ni con el pensamiento, se irían a casa santiguándose y allí se masturbarían con un consolador mientras sus maridos verían películas porno. Y así podríamos hacernos una idea de los cambios en nuestra sociedad si la iglesia la hubiera tomado con otro de los pecados. Claro que si el pecado a estigmatizar fuera la avaricia, no quiero ni pensar en todos los políticos que pecarían a escondidas, las gaviotas haciendo su agosto entre tinieblas…


Zaragoza, 03 de febrero de 2016