No
sé quien dijo que el matrimonio no era una palabra sino una sentencia.
Probablemente un inglés, pues “sentence” (sentencia, en inglés), significa
frase. En español también, pero no en su primera acepción. La frase, también,
se adivina que ha sido escrita por un hombre, un hombre casado. Los hombres
siempre pensamos que el matrimonio nos “ata”, que nos quita libertad, lo que de
forma complementaria viene a significar que para ellas es una liberación, una
conquista de márgenes donde ejercer la libertad. En nuestra corta historia (me
refiero a la mía y la de mis contemporáneos, esos que comparten no sólo mi
sitio en el mundo sino mi edad), esto fue verdad, porque la mujer sin
matrimoniar sólo podía realizar tareas domésticas, servir a sus hermanos
varones y a sus padres, asistir a novenas y rosarios y, como mucho, salir a
pasear los domingos con las amigas, a veces seguidas por chaperones. Para
ellas, entonces, el matrimonio las liberaba de una esclavitud, lo que no
evitaba que a veces cayeran en otra, pero más leve: de servir a muchos a servir
a uno. Pero siempre podía viajar, trasnochar e ir a bailar… con su marido. Así,
hasta la llegada de los hijos, saboreaba un poco la vida. Con los hijos les
sobrevenían nuevas horas de clausura, pero éstas alegres y maternales. Hoy las
cosas, afortunadamente, han cambiado. La mujer soltera, en la mayoría de los
casos, puede hacer la misma vida que un hombre. Un hombre soltero, claro. Y
además está el divorcio. La ley permite ahora no aguantar a un cónyuge mal
elegido. Antes de ser legal el divorcio, una mujer debía soportar cualquier
humillación del marido porque así lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Los
hombres, incluso sin divorcio, tenía en gilesco “ahí te quedas”, pero la mujer
ni eso. Si ella se iba, la Guardia Civil se encargaba de devolverla al marido
y, si se terciaba, con un par de “hostias” bien dadas. Ah, qué duro el camino
de la liberación de la mujer.
Zaragoza,
24 de febrero de 2016
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