Hay
un proverbio que dice que quien va al psiquiatra debería visitar a un
psiquiatra. Freud inventó el negocio clínico del siglo. Un negocio que sólo
necesita de un título (seis o siete años de universidad), una consulta con la
siguiente frase de Ortega y Gasset expuesta en la pared a la manera de motto: “El deber del hombre no es
poseer, sea como sea, soluciones, sino aceptar, sea como sea, los problemas”, un
diván y una ventana que dé a un patio umbrío, cuanto más umbrío mejor. Y mucho
morro, añaden los descreídos. Pero yo cambio el morro por labia, palabra menos
ofensiva. Ayuda el gastar barba, tener voz profunda y llevar gafas con moldura
de pasta negra. Los pacientes acudirán. Claro que para que esta profesión se
convierta en una auténtica máquina de hacer dinero, uno debe ejercer en Estados
Unidos. Allí los Woody Allen crecen como hongos y los psiquiatras poseen
mansiones y pueden permitirse coches de lujo asiático. Y total, todo lo que su
oficio les demanda es tomar un cuaderno, un lapicero (o pluma estilográfica con
punto de oro) y escuchar las confesiones de un hipocondríaco tumbado sobre un
diván. De vez en cuando emitir un gemido de asentimiento o un conveniente:
“prosiga”, y ya está. Avisarle de cuándo se ha pasado el tiempo, comentarle
brevemente los progresos que observa (aquí es importante utilizar un lenguaje
pseudo-clínico y pseudo-mitológico) y citarles para la próxima sesión. Ah, y al
cerrar la puerta tras despedir al cliente (perdón, paciente) hacerlo con el
gesto cuidadoso con que se cierra la habitación de un moribundo. No en vano
dijo Lacan que el psicoanálisis es una lingüística aplicada.
Embarullar/consolar con palabras, cuanto más esotéricas mejor. Ayuda el
mantener los monstruos de la conciencia bajo un velo de misterio. Es importante
no sacarlos a la luz. Porque como afirma Derrida: “los monstruos no pueden ser
anunciados. No se puede decir aquí están nuestros monstruos sin convertirlos
inmediatamente en mascotas”. Y los pacientes no pagan para que los protejamos
de sus mascotas. Necesitan sus monstruos, cuando más peligrosos y
potencialmente dañinos, mejor. Además, y resulta muy curioso, el psicoanálisis
es la única profesión que puede ordenar a sus pacientes que se acuesten con sus
madres. Obviamente, sólo si pretenden curarles su complejo de Edipo.
Zaragoza,
17 de febrero de 2016
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