Los índices de audiencia y su influencia
sobre el precio de los anuncios han causado un cambio radical en las parrillas
de los programas de televisión. Un programa que en un par de semanas no alcanza
el índice de audiencia requerido, es eliminado o relegado a un horario de
madrugada. Ejemplos no faltan. Con este sistema se eliminan programas con un
gran potencial de audiencia pero de crecimiento lento. Lo que a su vez conduce
a que se mantengan sólo programas que promueven el escándalo, la banalización
chismosa, la broma chusca, y cosas peores. Lo que a su vez conlleva que los
espectadores (perdón, clientes) se vuelvan más cazurros y descerebrados. Esta
espiral degradante nos ha conducido a la actual televisión, donde priman
programas donde lo principal es el morbo, la incultura y las risas enlatadas (dios
mío, nos indican hasta cuándo hemos de reírnos; y además risas grabadas hace
tantos años que la mayoría de los rientes ya están muertos; dios mío, risas de
muertos). Adiós cultura, adiós. Para encontrar programas interesantes, y estos
no tienen por qué ser documentales de naturaleza, uno ha de recurrir a cadenas
de pago o a canales estatales sin anuncios. Antes podría recurrirse a programas
de madrugada, pero ahora ni eso, pues se han sustituido por teletiendas y
echadoras de cartas. Está claro que esta situación forma parte de un complot,
un complot de los libreros e ilustrados para que apaguemos el televisor de una
vez por todas y nos dediquemos a leer. Algunos estamos listos para este cambio
de paradigma. El problema es si lo está el 99% de la población, hipnotizada por
la estupidez televisiva. ¿Cómo despertarlos de su letargo? Eso no siquiera está
en los libros.
Zaragoza,
a 2 de agosto de 2017
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