La
mayoría de las personas que alguna vez han existido, están muertas. El 99% de
las especies que alguna vez han pululado por el planeta Tierra, están
extinguidas. Incluso lo vivo, lo que hoy está vivo, tiene una esperanza de vida
ridícula en comparación con cualquier tiempo histórico, y no digamos geológico
o cósmico. Lo natural, entonces, es lo muerto, lo extinguido. Esta constatación
debe llevarnos a la reflexión, y de ahí a la humildad, y de ahí a la
tolerancia. Humildad como la del poeta Omar Jayyam: “Mi venida no fue ningún
beneficio para la esfera terrestre; mi partida no disminuirá su belleza ni su
esplendor”. Morir, desplazarse hacia el gran vacío, en eso consiste nuestra
existencia. El tiempo que se nos regala es escaso y aún así lo dedicamos al
odio, al enfrentamiento, a hacer la vida imposible al prójimo. En vano
cantamos, fuertes y ligeros, olvidando que somos todos hermanos en la muerte.
Todas las calaveras son de la misma especie. Los negros también tienen la
calavera blanca. Todos resucitamos en los gusanos que nos comen. Citaba
Heidegger una homilía medieval que rezaba: “Tan pronto como un hombre entra en
la vida, es ya lo bastante viejo para morir”. Casi todos los filósofos, antes o
después, se han detenido a cavilar sobre la muerte. Unamuno fue uno de ellos.
Decía este vasco salmantino que morimos de frío, no de oscuridad, y pedía
calor, más calor, no luz, como exigía Goethe. Ay de aquel que no piense en la
muerte, pues la muerte no deja de pensar en él. Y más tarde o más temprano se
verá obligado a tenerla presente. Es inevitable. Puede consolarse diciéndose
que no agonizará solo, que en su hora habrá un coro de agonizantes que sufrirán
el mismo trance. Pobre consuelo, pero frente a la muerte todos los consuelos
son pobres. E inútiles.
Zaragoza,
18 de abril de 2018
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