Para
Freud la civilización se basa en la represión de los instintos. Cuanto mayor la
represión (los escandinavos, tan nórdicos, tan sin rabietas, tan duchos en
saber comportarse) mayor el grado de civilización. Pero la represión de los
instintos tiene un coste: las enfermedades somáticas, la tristeza, la
depresión, el suicidio. Un italiano del sur que arroja el contenido del
cenicero de su coche en la vía pública, se cuela en la cola del supermercado y
no paga un impuesto si no le viene impuesto, no necesita ir al psiquiatra y sus
posibilidades de auto-inmolarse son escasas. Pero un nórdico, un hijo de Ibsen,
un hombre capaz de guardar una colilla en el bolsillo hasta encontrar un
cenicero homologado, ese hombre necesitará, más pronto o más tarde, ayuda psiquiátrica
o acabará despeñándose por un fiordo. Es el precio de la civilidad. Aunque hay
quienes aseguran que los individuos civilizados no son los productos de una
civilización sino su causa. Lo que vendría a significar que el nórdico del
ejemplo, junto con sus conciudadanos, ha sabido crear una sociedad a su imagen
y semejanza, o sea, una civilización. La verdad es que el argumento tiene su
lógica. Ya decía Baudelaire que la civilización nos está en el gas, ni en el
vapor (ni en el teléfono móvil, ni en usar Facebook, actualizo) sino en la
disminución de las huellas del pecado original. Bien, pero no olvidemos, como
decía Ortega, que al fin y a la postre el hombre civilizado es hijo del bárbaro
y nieto del salvaje. Estos salvajes que, como los indios de Canadá, comen
cuando tienen hambre, pues no conocen otro reloj que el apetito, no conocen la
propiedad ni la envidia, desdeñan el dinero, eligen jefes sin privilegios y
consideran ridículo obedecer a un semejante. ¿Salvajes? ¡Ah, la nostalgia de la
barbarie! Quizá más que una visión del mundo, la civilización sea un mundo, o
muchos mundos, y no haya que medirla sólo por los avances tecnológicos o la
represión de instintos.
Zaragoza,
4 de abril de 2018
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