Con
tanta reivindicación de la mujer para obtener sus justos y merecidos derechos
se mezclan, por parte de las feministas más radicales, tipos de reivindicación
que tienden a distorsionar la dicotomía hombre-mujer como hasta hoy la
naturaleza ha dispuesto. No me opongo a esa suma de derechos a los que la
mujer, como ciudadano del mismo rango que el varón, reivindica, sino a la
pérdida de esa “femineidad” que siempre ha sido un sello distintivo de la mujer
y que me gustaría que persistiera. No me gustaría que la mujer dejase de ser
coqueta, que no se acicale, que renuncie a resultar atractiva a los hombres. Es
por ello que abomino de esas féminas que ahora quieren aficionarse al fútbol
(un deporte de trogloditas ilustrados), beben cerveza directamente del botellín
y renuncian a la peluquería y al desodorante. No es incompatible las ambiciones
profesionales, la libertad de criterio con el ponerse guapas. Decía Goethe que
la mano que el sábado esgrime la escoba es la que mejor acaricia el domingo. Bueno,
la imagen es un poco anticuada, pero nosotros (yo) queremos que la mano que teclea
fórmulas en el ordenador o maneje el puntero en una reunión de márquetin el
viernes, sea también la que mejor acaricie, y no sólo el domingo, sino
cualquier día de la semana. Ya han pasado los tiempos en los que Baudelaire
pudo decir que amar a una mujer inteligente era placer de pederastas. Hoy las
mujeres inteligentes han salido a la palestra, están ahí, se las ve, se las
escuche, y se las puede amar. Frente a la feminista que oculta sus curvas en
toscos paños, se corta el pelo al rape y usa vocabulario soez, los hombres
inteligentes reivindicamos a la mujer inteligente que cuida su aspecto físico,
su atavío y su lenguaje. Ejemplo paradigmático de lo que quiero expresar sería
la que fuera candidata a la presidencia de Francia por el partido socialista:
Segolene Royal. Guapa, elegante, inteligente, ¿qué más puede pedirse? La mujer,
por fortuna, ha dejado de ser “el eterno femenino del eterno calzonazos”, como
expusiera el misántropo Tristán Corbière. Una frase de contrastes donde el eterno
femenino, ese piropo elevado a la categoría filosófica, ese halago fino, se une
al calzonazos, especie que no mengua.
Zaragoza,
27 de junio de 2018
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